“Está fuera de riesgo vital”, se informó en el último
reporte médico. Peralta volvía a zafar de las garras de la muerte. Y así
pasaron sus días, semanas y meses internado en el hospital institucional.
Operaciones, tratamientos y rehabilitación. No faltaron los consejos de su
madre (“enfermo que come no muere, hijo mío”), el afecto de sus colegas (“eres un
gato de siete vidas que siempre cae parado”) y el aliento de su jefatura (“Peralta,
usted sabe, la mala hierba nunca muere. Cuídese mucho. Lo esperamos a su
regreso”). Cuando se sintió con fuerzas en sus manos se animó a leer. Y no lo
habría hecho si no fuera por la visita de su colega Rodríguez, a quien él
insistía en amar en secreto y desde el anonimato. Una mañana ella fue a verlo
por sorpresa y le contagió un poco de su pasión por la tinta escrita con gracia
sobre el papel. Descontando la lectura de los manuales técnicos, informes,
dictámenes, memos, partes e instrucciones, Peralta se había alejado de los
libros cuando salió del colegio. No podía recordar la última vez que tuvo una
novela en las manos. “Mira, volveré a verte la próxima semana. Te traeré algo
de Edgard Allan Poe y quizás de Arthur Conan Doyle. Es el colmo que pases tu
vida sin conocer las aventuras de Sherlock Holmes y al que fue su inspirador”. Ruborizado,
pero enternecido frente a Rodríguez, Peralta atinó a decir que sí a todo. Y así,
mientras su hijo le enviaba dibujos y cariño, el policía miraba el techo,
dormía, se ejercitaba con la kinesióloga, pensaba, escapaba de los grupos de
WhatsApp y, ahora, leía. Un día sintió el impulso de orar. Era algo que, de
adulto, jamás había hecho. A veces negaba que hubiera alguien al otro lado que
fuera a responder su invocación al cielo. Otras, dudaba. Pero un día lo
hizo. “No sé si estás ahí, ni siquiera cómo te llamas. Pero aquí voy: gracias
por dejarme existir”. Fue todo. Se sintió extraño. Y así, cuando despertaba en
las mañanas, enviaba de vez en cuando esos telegramas mezclados de fe e
incredulidad. “Peralta, qué alegría verlo vivo y saber de su mejoría”, le dijo
el comisario una tarde cuando fue a verlo. “Si antes no se lo dije -agregó-, se
lo digo ahora: esa noche del disparo, cuando a usted casi se le ocurrió irse de
este mundo, fue clave para la investigación. A las horas, con el imputado fugado
en su moto y el fiscal más convencido que nunca, el juez de garantía autorizó
la entrada y registro a su departamento. Sus compañeros ingresaron y, ¿sabe
qué? Sí, bien dicho: incautaron una serie de evidencias que hoy nos permiten
seguirle las huellas. ¡Vamos a encontrarlo! Por el momento, no ha vuelto a
poner su piel de serpiente sobre ninguna otra niña”. Se despidió de Peralta estrechándole
la mano con ahínco (“chuta, jefe, más despacito, por favor”) y al retirarse lo
felicitó por estar leyendo “El gato negro” y “Los crímenes de la calle Morgue”.
“¿Los leyó, señor?”, le preguntó el policía. “No, para nada. Pero veo que mi mujer
goza con ellos y algo de su alegría se me ha pegado por osmosis”, le contestó
el comisario. A solas, y en la oscuridad de la noche, Peralta, entre
sueños e instantes de conciencia, disfrutó de unos minutos de paz. Experimentó una
complacencia parecida a la que gustó el día de su juramento, cuando le entregaron
su placa de servicio.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son ...
Guau.. La piel de serpiente.. Qué fuerte
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