Ir al contenido principal

Indio

Es chileno, pero vive en Bolivia. Transcurren los primeros años de la década de los ochenta. Se siente a disgusto en esta tierra que no es la suya. Se quedará sólo hasta cuando el negocio siga siendo rentable. Luego se irá. “Nada más de precolombinos”, piensa con ironía. Pero hoy, cosa curiosa, está de buen ánimo. Saldrá de La Paz por unos días rumbo a Coroico. Eso lo emociona: paisajes exóticos, hotel cinco estrellas, la eterna primavera. Aborda su camioneta y maneja con precaución. Andando por las alturas, toma conciencia de la belleza mortal del lugar: hay quienes perdieron el control del volante o de los frenos y acabaron por allá abajo. No será su caso. Anhela llegar a su paraíso particular y obsequiarse su merecido descanso. A mitad de camino, un puñado de lugareños le hacen dedo. Están cansados. Le piden que los lleve lo que más pueda. Se hace tarde y la humedad tropical deja espacio al fresco de la noche. El chileno piensa cobrarles; no tiene ganas de regalarles nada. Pero los mira, afloja y los deja subir sin más. Todos arriba y afírmense como puedan. No respondo por accidentes ni lesionados. Y reemprende la andada. Casi llegando a destino las luces de su vehículo comienzan a fallar. Se encienden, se apagan, vuelven a encenderse y de nuevo a apagarse. Maldita sea. El extranjero se pone nervioso. Está viendo mal y, para colmo, los hoyos del camino le pueden jugar una mala pasada. Considera alternativas y ejecuta una. Se aparca por un momento a la berma del terreno barroso, desciende de la camioneta y les ordena a sus pasajeros: “¡a ver, cholos, atención!, ¡si no quieren quedarse aquí, que uno de ustedes tome esta linterna y vaya corriendo delante de la camioneta!”. Los hombres no saben si esto va en serio o en broma. Se miran entre sí y permanecen en silencio. “Pero, patrón…”, empezaba a decir el más viejo cuando el chileno, de golpe, lo corta con un grito. “¡Nada de peros! ¡O uno de ustedes lo hace, o hasta aquí nomás llegaron!”, insiste el urgido conductor de piel clara. El más joven del grupo, sin decir palabra, se baja y coge la linterna. El chileno reemprende la marcha. El chico va delante corriendo, sudando, alumbrando. El chofer goza del momento de poder. “¡Corre, indio, corre!”, exclama con media cabeza fuera de la ventana. El nativo, agitado, traga saliva y se come la rabia. El viento le seca la transpiración y le endurece el corazón. Llegan, por fin, a la bifurcación que los separará. El conductor les obliga a saltar de la camioneta sin demoras, con pocos segundos para que agarren sus bolsos. No espera que le agradezcan la tirada. Se aleja del grupo sin despedirse y haciendo chillar las ruedas. Acalambrado, el joven correcaminos alienta al resto a seguir transitando. Algún día se hará justicia. O venganza. Lo que se ofrezca primero. 

Comentarios

  1. Wow, Franz, que osadía muestras para hablar de un tema tan delicado hoy en día.

    ResponderBorrar
  2. No faltan los "desubicados y mala leche" pero sospecho que no existe etnia y nación que tenga el monopolio de éstas condiciones

    ResponderBorrar
  3. Qué buen cuento. Me gustó mucho cómo das cuenta del gran tema de fondo, del menosprecio y mal trato ( abuso) histórico que han hecho algunos respecto de otros, pero al margen de ello, el relato me gustó porque es fluido, se puede sentir el talante del conductor y se ve la escena entera. Es ordenada, comprensible y tiene cierto suspenso en una buena medida. Además me gusta que, si bien no hay un término igual el texto de cierra. Y como en general no me gustan los finales abiertos 👌. Felicitaciones.

    ResponderBorrar

Publicar un comentario

Entradas más populares de este blog

Bilingüismo

Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son ...

Profana natividad

* “No lo niegues. Eres como yo. Se te nota”, afirmó Elizabeth. A Marianne, la joven haitiana recién llegada al equipo de limpieza, esas palabras la sorprendieron. “Ayer te vi haciéndolo”, continuó Elizabeth. “Tú ni cuenta te diste. Pensabas que estabas sola, que serías la última en retirarte. Encima dejaste la puerta semiabierta. Y yo justo pasé por allí. Entonces vi que la tenías en tus manos. Me quedé quieta, en silencio. Por la ternura de tus dedos al tocarla supe de inmediato que eso nacía de un corazón ardiente. Me gustó verte así. Me dije: ‘mañana le hablaré’. Más de alguna ocasión también lo hice por aquí mismo. Una vez lo intenté en un vagón del metro, pero alguien me advirtió que se veía como un acto de provocación. Entonces opté por el secreto. A solas. O en mi habitación o, a lo sumo, en los baños. Ayer te vi y te reconocí enseguida. Tú eres como yo”.   * Marianne dejó Puerto Príncipe hace pocos meses. Primero emigraron sus vecinas, luego sus primas y, por último,...

Covid

"¿Es usted el escritor?", me pregunta, seco. "El aprendiz", le respondo y cuando lo veo molestarse debo pedirle que por favor no se vaya. "Dígame, ¿dónde y cuándo se le ocurrió contagiarse? ¿Acaso se creía el único ser inmune del planeta?", empieza dándome duro. "Mire, en verdad no sé qué contestarle", voy de vuelta. "¿Es usted ignorante o pajarón? No se me haga el ruso", me interroga como un policía. "Las dos cosas, pero aún así esta vez sí le digo la verdad". "Vamos -insiste él-, a este paso no terminaremos nunca. Y debo irme en cinco minutos. Apúrese. A ver, dígame, ¿qué pasó luego que le diagnosticaron lo que todo el mundo le había advertido que podía pasarle?". Silencio por tres segundos (al cuarto el individuo se para y se marcha). "Me hospitalizaron", afirmo. "Pero, ¿cómo? Sé que usted está fuera de su país, en una tierra donde es un perfecto analfabeto. ¿Qué hace, por ejemplo, para comunicarse ...