Se encallecieron primero sus pies. La piel de sus plantas rozó tantas veces el suelo que acabaron por endurecerse. Se encallecieron luego sus neuronas. La presión de sus pares sepultó su curiosidad y, al final, lo hicieron optar por el silencio. Y se encallecieron, por último, sus afectos. Fue sumando traiciones que, una tras otra, lesionaron sus tejidos emocionales. Casi petrificado como estaba, llegó a la botica y se sinceró con la farmacéutica. Ella, mirándolo, le regaló -con el ojo derecho- una dosis de ternura y -con el izquierdo- unos miligramos de alegría. El cliente se sintió algo mejorado de sólo nombrar sus achaques. Para sus pies, le sugirió remojarlos en agua caliente y pulirlos con una piedra pómez extraída de un volcán de la zona. Para reactivar las sinapsis le prescribió leer una página al día de un libro milenario e ingerir tres cucharadas (mañana, tarde y noche) de maravilla (“¿de ese aceite vegetal, señorita?”, “no, mi señor, le estoy ordenando que recupere el asombro”). “¿Y para volver a sentir, señorita, tendrá algo por ahí?”, la interrogó con su último resto de esperanza. “Mmm, no lo sé. Déjeme ir a la bodega. Ya vuelvo”, le respondió ella. A su regreso traía una serie de pomadas y vendajes. “¿Y será que en verdad funcionan, señorita?”, inquirió él. “Eso dependerá de usted, pues, caballero. Mire, si las confunde con el olvido, rendirán poco y nada. Si las aprieta demasiado, reventarán de rencor. Pero si las coloca con la suavidad del perdón, sus órganos dañados irán sanando de a poco”, afirmó la mujer. El hombre la miró con desconfianza. Pagó, recibió sus medicinas en una bolsa de papel y salió del local.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
😊🥰 esperanzador e iluminado. Manda la dirección de la boti.
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