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Forastera

Era hermosa y todavía joven cuando la muerte le robó con violencia a su marido. Con él se fueron a la tumba esos besos y caricias que tanto la colmaban. A la basura también se fueron esos sueños de ser madre y amamantar a una criatura gestada en su vientre. Sufrió y lloró. Y mucho. “¿Qué vas a hacer ahora?”, es la pregunta que más oye en boca de sus amigas. La están empezando a notar más delgada e inapetente de lo habitual. “Está demacrada”, sentenció en voz baja una de sus vecinas. De pronto, esta viuda se halla gestionando pasaporte, pasajes y equipaje para ir a probar suerte al extranjero. “Amiga, por favor, ¡piensa con la cabeza! Allá donde vas no tienes casa, contactos y ni siquiera manejas el idioma. ¿Qué locura quieres cometer con tu vida?”, fue el consejo repetido por sus más cercanas. Pero ella no se detuvo. Y llegó el día cuando aterrizó en una cultura que no era la suya. Para sorpresa de los nativos, no tuvo asco de ir a competir al mercado laboral. Al instante se halló rodeada de hombres que la miraban de arriba abajo. Unos la veían como la forastera exótica, otros como una muerta de hambre, los piadosos la compadecían, y más de uno hubiera deseado aprovecharse de su soledad para acceder a su habitación. Mas ella resiste. Entre críticas e indolencia, se levanta cada día. En una de esas jornadas fue captada por los radares de un viejo empresario de la zona. Notó que este hombre la estaba buscando y se permitió a sí misma conocerlo. Lo consideró digno de ella. Rompiendo las reglas de etiqueta, su audacia fue extrema. Organizó una cita clandestina con él. Le impuso su juventud y belleza, y el hombre quedó prendado. “No tiene escrúpulos”, decían las malas lenguas. “Es una desvergonzada”, acotaban otros a sus espaldas. “Demasiado moderna para esta época”, comentó uno que otro intelectual en alguna columna de la prensa. Contra todas las expectativas, el romance prosperó. Se casaron y al tiempo llegaron a ser padres. Los años pasaron y su deshonra fue cambiada por la imagen de una mujer vanguardista. Esta mañana ella conversa con un editor interesado en publicar su historia. Le dice que muchas niñas la consideran como el ejemplo de alguien que supo vencer. Trato hecho. Con humildad ella se allana a contar su experiencia, quizás sirva de esperanza para alguien. “Dígame entonces, distinguida señora, para todos aquellos que aún no la conocen, ¿cuál es su nombre?” Ella aclara su voz, mira directo a la cámara y en su segunda lengua dice con gracia: “Me llamo Rut”.

(Nota del editor: si gusta saber más de ella, su libro -homónimo- se encuentra en las páginas del Antiguo Testamento).

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