Ir al contenido principal

Fortuna

Era un petimetre. Le gustaba seguir las modas de turno, llamar la atención del público y cuando advertía que las luces apuntaban hacia él, cuidaba su compostura. Pero un día sus finanzas cayeron en picada. Una cosa trajo a la otra: rompió con ella, discutió con la gerencia, se enemistó con los vecinos y, sin decir adiós, su gato saltó por la ventana y se fue. Así, en breve, su vida se había vuelto un zafarrancho. En el suelo comprendió que las apariencias son traicioneras. Destrozado como estaba, halló una oferta de trabajo para fungir como vendedor en una funeraria. Le hubiera gustado decir que no, pero aceptó por necesidad. A la semana, le había tocado hacer de todo: responder llamadas telefónicas, recibir clientes, consolar a las viudas con un vaso de agua y pañuelos limpios, vestir cadáveres y hasta predicar un sermón de esperanza en el camposanto. Para su propia sorpresa, descubrió que no estaba causando un desaguisado. Al contrario: sus actuaciones eran atinadas y lúcidas. Así, renovó sus fuerzas y la confianza en sí mismo. Levantaba el teléfono con voz de locutor de radio efe-eme; peinaba a los muertos como si estos fueran a desfilar sobre una alfombra roja; y sus palabras en los cementerios eran bien acogidas por los deudos del finado. Se hacía querer, y lo querían. El sol volvía a brillar en su ventana. Mas la ruleta giró en sentido contrario y los vientos le fueron adversos. El lunes, confundió dos féretros que despachó a lugares intercambiados; el martes, volteó el candelabro ardiente sobre los restos de un muerto muy reputado; el miércoles, hizo una emotiva reflexión filosófica-tropical que provocó gran ardor en las heridas de la parentela; el jueves, una viuda lo forzó a quitar de la cabeza de su fallecido marido una peluca pelirroja incompatible con su calvicie; y, el viernes, adormecido después del almuerzo, no pudo evitar que un perro ingresara al local y orinara un ataúd destapado. Esa misma tarde lo hicieron firmar su finiquito, le pagaron lo trabajado y le dijeron adiós. En el suelo comprendió que la gloria es pasajera. Mientras caminaba de regreso a su departamento, recibió una llamada de su ex, proponiéndole conversar en un café. Al llegar al edificio ayudó a sus vecinos a cargar las bolsas del supermercado y con eso la paz quedó firmada. Y por la noche, cuando el silencio se imponía, oyó desde el estacionamiento un maullido que le sonó familiar. 

Comentarios

  1. 🤔 igual me reí con el perrito que se le metió a la funeraria al pobre hombre.
    Cómo maltratas al personaje para logras nuestras sonrisas. Son gajes del oficio, siempre vuelve a salir el arcoiris dicen 😊

    ResponderBorrar

Publicar un comentario

Entradas más populares de este blog

Bilingüismo

Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son ...

Profana natividad

* “No lo niegues. Eres como yo. Se te nota”, afirmó Elizabeth. A Marianne, la joven haitiana recién llegada al equipo de limpieza, esas palabras la sorprendieron. “Ayer te vi haciéndolo”, continuó Elizabeth. “Tú ni cuenta te diste. Pensabas que estabas sola, que serías la última en retirarte. Encima dejaste la puerta semiabierta. Y yo justo pasé por allí. Entonces vi que la tenías en tus manos. Me quedé quieta, en silencio. Por la ternura de tus dedos al tocarla supe de inmediato que eso nacía de un corazón ardiente. Me gustó verte así. Me dije: ‘mañana le hablaré’. Más de alguna ocasión también lo hice por aquí mismo. Una vez lo intenté en un vagón del metro, pero alguien me advirtió que se veía como un acto de provocación. Entonces opté por el secreto. A solas. O en mi habitación o, a lo sumo, en los baños. Ayer te vi y te reconocí enseguida. Tú eres como yo”.   * Marianne dejó Puerto Príncipe hace pocos meses. Primero emigraron sus vecinas, luego sus primas y, por último,...

Covid

"¿Es usted el escritor?", me pregunta, seco. "El aprendiz", le respondo y cuando lo veo molestarse debo pedirle que por favor no se vaya. "Dígame, ¿dónde y cuándo se le ocurrió contagiarse? ¿Acaso se creía el único ser inmune del planeta?", empieza dándome duro. "Mire, en verdad no sé qué contestarle", voy de vuelta. "¿Es usted ignorante o pajarón? No se me haga el ruso", me interroga como un policía. "Las dos cosas, pero aún así esta vez sí le digo la verdad". "Vamos -insiste él-, a este paso no terminaremos nunca. Y debo irme en cinco minutos. Apúrese. A ver, dígame, ¿qué pasó luego que le diagnosticaron lo que todo el mundo le había advertido que podía pasarle?". Silencio por tres segundos (al cuarto el individuo se para y se marcha). "Me hospitalizaron", afirmo. "Pero, ¿cómo? Sé que usted está fuera de su país, en una tierra donde es un perfecto analfabeto. ¿Qué hace, por ejemplo, para comunicarse ...