Era un petimetre. Le gustaba seguir las modas de turno,
llamar la atención del público y cuando advertía que las luces apuntaban hacia
él, cuidaba su compostura. Pero un día sus finanzas cayeron en picada. Una cosa
trajo a la otra: rompió con ella, discutió con la gerencia, se enemistó con los
vecinos y, sin decir adiós, su gato saltó por la ventana y se fue. Así, en breve, su vida se había vuelto un zafarrancho. En el suelo comprendió que las
apariencias son traicioneras. Destrozado como estaba, halló una oferta de
trabajo para fungir como vendedor en una funeraria. Le hubiera gustado decir
que no, pero aceptó por necesidad. A la semana, le había tocado hacer de todo:
responder llamadas telefónicas, recibir clientes, consolar a las viudas con un vaso
de agua y pañuelos limpios, vestir cadáveres y hasta predicar un sermón de
esperanza en el camposanto. Para su propia sorpresa, descubrió que no estaba
causando un desaguisado. Al contrario: sus actuaciones eran atinadas y lúcidas.
Así, renovó sus fuerzas y la confianza en sí mismo. Levantaba el teléfono con
voz de locutor de radio efe-eme; peinaba a los muertos como si estos fueran a desfilar
sobre una alfombra roja; y sus palabras en los cementerios eran bien acogidas por
los deudos del finado. Se hacía querer, y lo querían. El sol volvía a brillar
en su ventana. Mas la ruleta giró en sentido contrario y los vientos le fueron
adversos. El lunes, confundió dos féretros que despachó a lugares intercambiados;
el martes, volteó el candelabro ardiente sobre los restos de un muerto muy reputado;
el miércoles, hizo una emotiva reflexión filosófica-tropical que provocó gran ardor en las heridas de la parentela; el jueves, una viuda lo forzó a quitar
de la cabeza de su fallecido marido una peluca pelirroja incompatible con su
calvicie; y, el viernes, adormecido después del almuerzo, no pudo evitar que un
perro ingresara al local y orinara un ataúd destapado. Esa misma tarde lo hicieron
firmar su finiquito, le pagaron lo trabajado y le dijeron adiós. En el suelo comprendió
que la gloria es pasajera. Mientras caminaba de regreso a su departamento,
recibió una llamada de su ex, proponiéndole conversar en un café. Al llegar al edificio
ayudó a sus vecinos a cargar las bolsas del supermercado y con eso la paz quedó
firmada. Y por la noche, cuando el silencio se imponía, oyó desde el estacionamiento
un maullido que le sonó familiar.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
🤔 igual me reí con el perrito que se le metió a la funeraria al pobre hombre.
ResponderBorrarCómo maltratas al personaje para logras nuestras sonrisas. Son gajes del oficio, siempre vuelve a salir el arcoiris dicen 😊