“Mitocondrias
y Vacuolas” (M&V) era una asociación clandestina. La formaban los amantes
secretos de la biología. Los pobres no podían confesar su pasión a viva voz
pues se hallaban rodeados de una inmensa mayoría de matemáticos y gramáticos, y
temían ser anulados. Estos últimos se oponían a esos que mostraban fascinación
por estudiar la estructura, el funcionamiento y la evolución de los seres
vivos. En nombre de los números y las letras, matemáticos y gramáticos insistían
en reducir la realidad a un conjunto de reglas (cómo sumar, cómo dividir, cómo acentuar
las palabras, cómo conjugar los verbos) y, cuando tales reglas eran
infringidas, acusaban y condenaban el error (“no, está mal: el valor de X es 5”,
“no, está mal: hipopótamo se escribe con hache y lleva tilde por ser esdrújula”).
Y esto espantaba a quienes no concebían que la vida cupiera dentro de moldes.
¡Lo vivo no podía ser algo formal! En los recreos del instituto, los biólogos
se reconocían por sus nombres de camuflaje: “Golgi”, “Krebs”, “Folículo”, “Endoplasma”.
Huyendo de los transportadores de ángulos y las normas de la sintaxis, formaron
una célula y pactaron que, pese a ser pocos en cantidad, serían independientes
de los axiomas, teoremas o cualquier razonamiento que a punta de deducciones osara
convertirse en un principio indemostrable. En “M&V” la consigna era
experimentar más que discutir. Pero una fría mañana de julio, este subrepticio culto
a la vida llegó a los oídos de un catedrático de la lengua. Éste, apoyado por
un licenciando en aritmética, ejecutó una razia feroz y dio con los discípulos de
Pérgamo, Mendel y Darwin. Fueron sorprendidos en el acto mismo cuando leían el
manual de Claude Villee. La flagrancia selló sus suertes. Se formó una comisión
especial para juzgarlos. Algunos de los magistrados llegaron con los rostros
cubiertos. El presidente del centro de alumnos quiso defenderlos, pero el
proceso se llevó en completa oscuridad y sin la posibilidad de formular
descargos. Entre los sentenciadores, hubo sólo dos votos que estuvieron por
absolver a los integrantes de “M&V”: las maestras de física y de poesía. La
primera afirmó que la función más noble de los números consistía en permitir la
contemplación del universo y preguntarse por la materia y la energía, “y allí
-de cara a la vida misma- descubro que a mi lado hay un biólogo acompañándome”.
La segunda, en letra manuscrita, expresó sus motivos: “mis palabras, sean en
verso o en prosa, son apenas el torpe esfuerzo que hago para expresar la
belleza y el sentimiento que me provoca la naturaleza con sus mares, tierras y
cielos, y todo lo que en ellos habita, y allí me doy cuenta de que junto a mí
hay un biólogo en silencio”. La sentencia -por mayoría- fue lapidaria: los “M&V”
debían dejar el instituto de números y letras, o bien allanarse a investigar e
informar sobre la cantidad precisa de diptongos y triptongos contenidos en la
edición actualizada del tricentenario del Diccionario de la lengua editado por
la Real Academia Española, además de resolver doscientos cincuenta ejercicios
de aritmética, doscientos cincuenta de algebra, doscientos cincuenta de geometría
y doscientos cincuenta de trigonometría. Los “M&V” no renegaron, retuvieron
firme lo suyo, y hasta el final se aferraron a su grito de combate: “¡viva la
vida!”.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
Disculpa si no lo había leído antes, al principio me fue confuso, me recordó el colegio y las clases de ciencias... no le pegaba mucho, pero ahora lo leí con detenimiento y lo disfruté mucho, hermosa prosa, como siempre y muy curiosa trama (debo decir, también, que como siempre) pero, además, las poéticas defensas y ese afán libertario, del relato, estuvo precioso.
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