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Banalidad

Hannah enciende su enésimo cigarro de la mañana. Sale del metro en la estación Quinta Normal. Está decidida a caminar las cuadras que la separan de la oficina de Extranjería y Migración. Se arma de paciencia y, documentos bajo el brazo, avanza con tranco presto por la calle Chacabuco. Los meses que lleva en Chile le ayudan a mirar con distancia lo que dejó en su tierra natal. Su equipaje es ligero: tomó consigo las pocas cosas que le cupieron en las manos el día cuando escapó para salvar su vida. Su trabajo como académica, sus publicaciones y sus comentarios políticos la volvieron el blanco perfecto para un gobierno empeñado en hacerla callar. Mientras tanto, camina y camina por calle Chacabuco. Se detiene a encender otro cigarro. En un incipiente español le pregunta a un maestro de la construcción cuánto le falta para llegar al número 1216. Le dicen que poco. Suspira y renueva la fuerza de sus pasos. Llega por fin. Se acerca a la ventanilla de la oficina de partes y, tras varios errores idiomáticos, afirma que ha venido a presentar el documento que le fue requerido a través de un oficio administrativo. El funcionario que la atiende habla un español rápido y mal pronunciado. Ella se esfuerza por comprender lo que se le dice. “Señora, esto no se hace así”, son las palabras del hombre detrás de la ventanilla. Ella le pregunta al instante dónde está el error. “Estos papelitos se deben enviar por correo”, acota para dejarla aún más perpleja. “¿Por correo? ¿Cómo podía saberlo?”, replica ella en un español tosco y sin dulzura. “Aquí dice esto”, y con su mano le entrega al funcionario el mismo oficio que recibió en su domicilio. El hombre lo lee, pero repite con voz aguda: “¿Sabe, señora?, no le voy a recibir ná’ sus documentos, porque esto no se hace así”. E insiste en lo mismo: estos papeles se envían por sobre cerrado a través del correo postal. “¿Correo postal? ¿Dónde dice eso?”, reclama ella, con mejor dicción que su interlocutor. “No, señora. No lo dice ná’ en la carta que a usté le llegó. Pero siempre se ha hecho así. Los documentos se envían por correo”, alega el empleado. Ella lo mira y lo descifra en un instante. Este servidor del Estado hoy salió temprano de su casa, besó a su mujer y su hijo y, antes de partir, en una bolsa nailon echó una marraqueta con mortadela, mantequilla y queso para la colación de la mañana. Él no es malo, nunca le haría daño a nadie sin motivo. Pero aquí, en su ventanilla de funcionario, se limita a cumplir las órdenes que le fueron impartidas. Así que con abundantes diminutivos (“chaito, mi dama, voy a cerrar la ventanita”) la excluye del servicio que ella necesitaba. Y así, sin saberlo él, una extranjera más perderá el plazo perentorio que le fue dado por la autoridad. Deberá volver a empezar de cero, con reclamos e impugnaciones de por medio. Arendt enciende otro cigarro. 

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