Rodolfo despertó pleno. Su
sueño había sido agradable. Se halló de pronto frente a la comisión evaluadora de
su curso de derecho penal. Dos profesores invitados acompañaban a la maestra
titular de la cátedra. Él metió la mano a la tómbola y sorteó la papeleta
número ocho. Sentía que la suerte estaba a su favor. Leyó en voz alta: “Tema: los
concursos. Pregunta: discurra sobre las diferencias entre un concurso real y
otro aparente”. Sin más, comenzó su exposición. “El concurso aparente -afirmó
el estudiante- es como aquellas rifas truchas que yo salía a vender a la calle cuando
era chico. Nunca hubo premios y jamás se realizó el sorteo, pero igual mis
vecinos caían y me compraban todos los números”. “¡Brillante, Rodolfo!”, exclamó
extasiada la penalista. “Siga, por favor”, acotó ella. “Y bueno -volvió el
aprendiz-, el concurso real es uno de esos que se hacen en la televisión,
cuando hasta el notario tiene que estar presente y las bases fueron publicadas
en internet”. La comisión se puso de pie para aplaudirlo. Además de calificarlo
con nota máxima, lo convidaron al casino. Allá pidieron sánguches, papas fritas
y gaseosas. “Profesora, -seguía Rodolfo inspirado- si yo le pido al chef un pan
con vienesa, palta, tomate y mayonesa, estoy generando un concurso real: todo
se suma de forma material. En cambio, si voy y le pido a secas un completo,
pues entonces ese sería un concurso ideal, uno de esos que lo incluyen y
suponen todo”. Los profesores asistentes no cabían de gozo y asombro ante esta
mente brillante de la dogmática penal. La maestra, sin esperar siquiera que
Rodolfo se quitara la palta y la mayonesa de los labios, lo agarró fuerte por
la cabeza y lo besó directo en la boca. “¡Te amo!”, dijo ella. “¿Y usted me ama más o
menos que al derecho penal?”, inquirió su discípulo. “Eso lo sabrás cuando
despiertes, Rodolfo mío”, susurró, guiñándole un ojo y haciéndose cada vez
más y más vaporosa…
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
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