Aquí antes hubo tres cruces. Hoy, sólo una cabaña. El
carpintero que la construyó conocía bien el oficio. De algún modo se las
encarga para que, aún en su ausencia, el fuego se mantenga encendido. La única
puerta -angosta, pero hecha a escala humana- permanece siempre abierta. No hay
cercas, rejas ni alarmas. La experiencia enseña que entra cualquiera. A cambio
de libros en los estantes, cuadros en las paredes y muebles dispersos por la
habitación, en su interior apenas se halla un mesón donde se ofrecen sin parar
pan fresco y vino nuevo. Ayer fue el turno de una mujer. Llegó sola, pero
atormentada por siete demonios. Entró, se quitó los calzados, soltó su
cabellera y aflojó sus ropas. Mientras el sol se ocultaba, ella se olvidó de
sus vergüenzas y, sin culpas, tomó lo que había en la mesa. Comió y bebió hasta
sentir que era hija, que era amada y que sus cadenas cedían. Al amanecer,
emprendió su regreso a casa, liviana y liberada. Hoy le toca a hombre viejo.
Viene solo, pero perseguido por años de dogmática. Al ingresar no sabe cómo
moverse y duda si acaso puede sentirse en confianza. Pero al final, cuando la
luna alumbra la noche, el viejo se atreve a sorber el vino y mascar el pan. De
a poco siente como si estuviera naciendo de nuevo. Se ríe de sí mismo y advierte
que, siendo él un maestro, no sabía nada de esto. Y ríe aún más. Cuando el sol
se apresta a salir, él deja la cabaña. Ya de camino a lo suyo, el viento lo
despeina. Se detiene para ordenarse el pelo, pero al instante se da cuenta que
será inútil: oye el sonido de la brisa y, aunque no pueda verla, reconoce que
nada puede hacer contra ella. Se rinde y, otra vez, vuelve a reír como lo hacía
de niño.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
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