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Cualquiera

Aquí antes hubo tres cruces. Hoy, sólo una cabaña. El carpintero que la construyó conocía bien el oficio. De algún modo se las encarga para que, aún en su ausencia, el fuego se mantenga encendido. La única puerta -angosta, pero hecha a escala humana- permanece siempre abierta. No hay cercas, rejas ni alarmas. La experiencia enseña que entra cualquiera. A cambio de libros en los estantes, cuadros en las paredes y muebles dispersos por la habitación, en su interior apenas se halla un mesón donde se ofrecen sin parar pan fresco y vino nuevo. Ayer fue el turno de una mujer. Llegó sola, pero atormentada por siete demonios. Entró, se quitó los calzados, soltó su cabellera y aflojó sus ropas. Mientras el sol se ocultaba, ella se olvidó de sus vergüenzas y, sin culpas, tomó lo que había en la mesa. Comió y bebió hasta sentir que era hija, que era amada y que sus cadenas cedían. Al amanecer, emprendió su regreso a casa, liviana y liberada. Hoy le toca a hombre viejo. Viene solo, pero perseguido por años de dogmática. Al ingresar no sabe cómo moverse y duda si acaso puede sentirse en confianza. Pero al final, cuando la luna alumbra la noche, el viejo se atreve a sorber el vino y mascar el pan. De a poco siente como si estuviera naciendo de nuevo. Se ríe de sí mismo y advierte que, siendo él un maestro, no sabía nada de esto. Y ríe aún más. Cuando el sol se apresta a salir, él deja la cabaña. Ya de camino a lo suyo, el viento lo despeina. Se detiene para ordenarse el pelo, pero al instante se da cuenta que será inútil: oye el sonido de la brisa y, aunque no pueda verla, reconoce que nada puede hacer contra ella. Se rinde y, otra vez, vuelve a reír como lo hacía de niño. 

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