“¡Urrutia presidente!” fue nuestro grito de guerra ese
marzo de 1990. Éramos pililos del séptimo básico, inexpertos en todo, pero
motivados para hacer campaña dentro del curso. No queríamos que ganara el Zavala:
era un repitente del año pasado, mascador de chicles para disimular su aliento
a pucho y uno de los primeros compañeros que lucía un incipiente mostacho (eso
sí, lo suyo era apenas una chafarrinada en el rostro comparado con la barba dura
que ya se asomaba en el mentón del Becerra). La mayoría nos jugamos por el Urrutia.
En el último consejo de curso los dos candidatos pasaron al frente para
responder nuestras preguntas. Eran interrogantes fundamentales: ¿Cuál sería la
cuota mensual para el paseo de fin de año? ¿Cómo se las arreglarían para lograr
que los profesores aplazaran las pruebas? ¿Podían asegurar que los días del campeonato
mundial de fútbol las clases se suspendieran? ¿Quién era capaz de impedir que
la vieja de castellano nos siguiera obligando a leer puros libros aburridos? En
los recreos, las trifulcas iban aumentando en tensión y perdiendo en veracidad:
“el Urrutia habla inglés y el Zavala apenas sabe pronunciar su nombre”, “el
Zavala promueve los intercambios de cartas con los liceos de niñas en cambio al Urrutia
se le hace”, “el Urrutia suma, resta, multiplica y divide sin equivocarse, pero
el Zavala depende de su súper reloj-calculadora”. El día antes de las
elecciones el Zavala retó a los golpes al Urrutia. Lo esperaría en la plazoleta,
a la vuelta del colegio. Urrutia dudó, pero entre todos lo convencimos de que tenía
que enfrentar a Goliat. Un compañero le regaló su leche de chocolate para
estimularlo y otro, la tarta de merengue y limón que había hecho su mamá. Urrutia
comió y bebió. Al rato, se le descompuso el estómago. Pidió permiso para ir al
baño y acabó en la camilla de la enfermería esperando a que su apoderado fuera
a recogerlo. Al Zavala fueron a acusarlo a la inspectoría y, por el testimonio
de tres compañeros, quedó suspendido por sus violentas amenazas y no podría
regresar al colegio hasta que lo hiciera en compañía de sus padres. Así, el día
de las elecciones no llegaron ni uno ni otro. La profesora jefa declaró desierta
la convocatoria y dejó sin efecto el plebiscito. Ese año no tuvimos presidente de
curso. Y la vida siguió corriendo.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
Genial. Me huele a vivencia pura.
ResponderBorrarLa profesora actuó en justicia. Bien hecho.