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Entropía

Entropía fue la única (y la mejor) manera que encontré para referirme a ella. Llegó al colegio siendo una niña de ocho años. Estuvo con nosotros un par de meses. No ingresó en marzo (junto con todos) ni egresó en diciembre (como era lo habitual). De inmediato llamó la atención de los profesores y compañeros por su pelo despeinado y sus frases de enciclopedia. Una vez frente al kiosco me vio contar las monedas y, lapidaria, sentenció: “tienes un problema económico”. La miré, así como ofendido, sin entender lo que quiso decirme. Y con el mismo rigor que me enseñó cómo se amarraban los cordones de los zapatos, me hizo ver que con el dinero que me regalaba mi abuelo, podía comprarme una bebida o un pan con huevo (“pero no las dos cosas a la vez”). Luego, Entropía desapareció de mi vida. Y así pasaron los años, muchos años, hasta cuando de pronto -otra vez- coincidimos. Fue en la boda de una amiga en común. Entropía andaba sola, vestía con simpleza, seguía luciendo su cabellera de leona y apenas me vio se sentó a mi lado. Saludó a mi novia y al instante la vi observar concentrada lo que había colgado en las paredes del templo: cruces, pinturas y versos bíblicos. La escuché decir: “¿Será que Dios está presente en este lugar y, al mismo tiempo, más allá del sistema solar?”. Durante la fiesta que siguió a la ceremonia religiosa, entre bailes, gritos, cotillón y canapés, me llevó con sus preguntas a visitar mis certezas más caras. Ella no se dio cuenta, pero esa madrugada salí más inseguro de como llegué. No nos despedimos ni hubo oportunidad para el intercambio de datos de contacto. Los años siguieron corriendo y no supe de Entropía hasta el fin de semana pasado. El sábado nos volvimos a encontrar en un funeral. Estando en el cementerio, se me acercó y con una sonrisa verificó mis canas y las patas de gallo alrededor de mis ojos. “¿Cuándo será nuestro turno?”, la escuché decir en los instantes cuando cubrían de tierra el ataúd. Su honestidad me hizo bien, igual que el calor del sol que se dejaba sentir en el mausoleo. Sospeché que Entropía cuidaba con su vida el botín de la alegría. Pero, de nuevo, se me escapó del lado sin percatarme cómo.

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