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Oficios

“¿En un baño público?”, cuestiona la entrevistadora. Y con esa pregunta deja escapar una cuota de desprecio que reduce su imparcialidad. Él se mantiene firme y opta por ser consecuente hasta el final: “Así es, señorita. Fue mi primer oficio remunerado: cajero en una caseta de baños ubicada dentro de un terminal de buses”. “Y supongo que fue una experiencia significativa para usted”, sigue ella, de nuevo con algo de ironía en su voz. Él sorbe un poco del café de grano que le sirvieron al ingresar al elegante salón y, siempre digno, acota: “Sí, por cierto. Aprendí que el mercado debe estar puesto al servicio del ser humano”. La mujer se descoloca. Sus anteojos se resbalan hasta la punta de la nariz. Boquiabierta y con una mirada de intriga le pide que desarrolle tamaña afirmación de principios. En calma, el postulante al cargo declama: “Vi rostros de hombres y mujeres atormentados porque les faltaba el dinero para comprar su ficha de acceso a los servicios. Y sin pagar el precio nadie podía cruzar el torniquete. ¿Cómo iba yo, dígame usted, a denegarles la entrada? ¡Si era evidente que, aunque se revisaran los bolsillos varias veces más, esos pesos faltantes no iban a aparecer y, peor todavía, el esfínter les estaba por estallar!”. Acaba su frase y al instante se produce un silencio completo. En el gran salón, él, quieto y en paz con su conciencia, remacha el resto del café de un sorbo. Esa negrura está fría y le sabe más amarga que al comienzo. Entiende que está perdido, que esa conversación laboral es cosa muerta. “A ver. Tengo una última pregunta para usted”, continúa, pese a todo, la entrevistadora. “Leo aquí, en su currículum vitae, que hasta fines del semestre pasado usted se desempeñaba como técnico en una clínica de salud sexual”. Dicho eso, ella se ruboriza, pero aun así prosigue con su artillería. Está convencida que con esta última interrogación va a sepultar las aspiraciones de ese cesante que tiene al frente, vestido con terno y corbata, y peinado con una partidura a la antigua y abundante gomina. “Sí, claro”, se adelanta él, sin siquiera esperar que le ofrezcan la palabra. Va directo al punto. “Por meses tuve que enseñarles a decenas de hombres que el priapismo no es un juego. Con un órgano de hule entre mis manos y frente a sus ojos escépticos, debí asegurarme de que ellos entendieran que, si se obsesionaban con el placer, pues entonces la incomodidad primero, y el dolor después, les harían la vida imposible”. Fin. El entrevistado sale del salón. Al día siguiente, temprano por la mañana, recibe un correo electrónico. Reconoce en el pie de firma el nombre de la misma mujer que el día anterior lo había entrevistado. Con pocas palabras y sin formalidades, ella lo cita a una conversación personal con el señor director, “quien desea conocerlo y a la brevedad”.  

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