Se enterneció mirando el jacarandá plantado en la mitad de la
calle. Se detuvo y observó con asombro ese trozo de belleza entre tanto cemento
de la urbe. En esa contemplación se hallaba cuando de pronto una señorita, con oídos
taponeados por un par de audífonos y ojos fijos en la pantalla de su teléfono
inteligente, se estrelló contra él. A ella ese golpe le dolió. “Oye, tú, gil,
fíjate bien dónde te poní’”, exclamó la chica maltratando su lengua materna. Él
se disculpó con ella, pero siguió, absorto, disfrutando de los colores y las formas
de ese jacarandá metropolitano. En eso estaba todavía cuando, desde la vereda
del frente, una señora corrió la cortina de la ventana de su casa para mirarlo
con detención. Lo encontró feo, mal vestido y le inspiró desconfianza. “¿Qué andará haciendo este malandra por aquí?”, pensó la dama. Y con la evidencia a la vista,
llamó a la seguridad municipal dando aviso de un sujeto cuya presencia amenazaba
la indemnidad del barrio. Los guardias atendieron el sentido de alerta y en
cuestión de minutos estaban en el sitio indicado. Le pidieron entonces al
hombre (que aun seguía gozando de la hermosura del jacarandá) que se
identificara y lo forzaron a seguir caminando y alejarse del lugar “en este preciso
instante”. Él, acatando la orden de la autoridad, exhibió su cédula de identidad,
la licencia de conducir y, sin querer, la tarjeta Bip que usaba para el
transporte público. Y así el sospechoso dejó atrás el jacarandá y se encaminó
hasta la estación de metro más cercana. Pagó su pasaje, cruzó el torniquete y
bajó hasta el túnel donde pasaría el tren santiaguino. Caminó hasta un extremo
del andén y allí posó la mirada sobre un gorrión que, quien sabe cómo, había
logrado llegar hasta esas profundidades subterráneas. Miraba al gorrión con
tanta atención (“está asustado”, “seguro que anda perdido”, “no sabe cómo salir
de aquí”, “se nota que es un pichón recién caído del nido”) que no se dio
cuenta que el metro llegó, que abrió las puertas, que lo esperó a que subiera y
puesto que él no lo abordó, cerró de nuevo las puertas y se largó veloz sobre
los rieles de acero. Su presencia en ese rincón del andén resultó problemática
a los funcionarios del metro (¿Arrojaría un objeto incendiario a las vías? ¿Se arrojaría
él mismo para acabar con su vida?). Se avisaron unos a otros a través de sus
radios y parlantes usando sus códigos alfabéticos (“Óscar Sierra, Óscar Sierra”)
y, enseguida, una pareja de vigilantes se acercó a él para solicitarle que saliera
de esa esquina y se desplazara hacia lugares más concurridos. Él acató la instrucción.
Caminó unos pasos más allá y, al rato, ingresó al vagón del metro. Mirando su reflejo
en el vidrio, despabiló. Se percató que mientras se moviera e hiciera ruido -como
todo a su alrededor- pasaría piola. Quedarse quieto lo obligaba a dar explicaciones.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
Hmmm, nuestra humanidad realmente se enaltece en la quieta observación de lo creado. Yes.
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