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Tregua

El Memo se sienta a observar cómo la mantequilla se derrite sobre la marraqueta tostada. Luego contempla la bolsa de té que infunde su esencia y color en el agua caliente. Levanta su vista y detecta que la ventana está abierta. El calor del día cede ante la frescura del viento de la tarde. Se le escapa una sonrisa. Mantiene los ojos abiertos y aguza sus sentidos. Se percata de los detalles de su entorno: paredes corroídas, grafitis airados y dos perros desnutridos acoplándose. Advierte que es complicada la supervivencia de los expatriados del Edén. Al lado, una joven vecina intenta calmar el llanto de su bebé; a la redonda, una abuela sin dientes recibe en la boca una papilla; y más acá, justo en la plaza del frente, un hombre cesante lee el periódico del domingo pasado. Pero el Memo regresa a la marraqueta y al té. Mastica el pan y sorbe la taza sabiendo que el suyo es un mundo quebrado. Le duelen las decisiones arbitrarias, esas que no rinden cuentas a la ley ni a la razón. Mientras, el sabor del bocado que tiene en el paladar le regala un instante de placer. Disfruta esta merienda y siente que su cuerpo recupera las fuerzas. Comer y beber son para él un cese temporal de las hostilidades. Se alegra en su oasis y prolonga la dicha de esta tregua. Mira al techo y se pregunta en qué momento su vida se enredó como una virutilla. Se levanta, camina hacia un cajón del mueble de su cocina y de allí extrae una navaja de Ockham. Con ella vuelve a embadurnar de mantequilla otra marraqueta y, de paso, comprende que la mejor explicación posible a su entuerto existencial es la más sencilla de todas: que Dios hizo rectos a los mortales, pero estos se buscaron muchas artimañas. 

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