El
Memo se sienta a observar cómo la mantequilla se derrite sobre la marraqueta tostada.
Luego contempla la bolsa de té que infunde su esencia y color en el agua caliente.
Levanta su vista y detecta que la ventana está abierta. El calor del día cede ante
la frescura del viento de la tarde. Se le escapa una sonrisa. Mantiene los ojos
abiertos y aguza sus sentidos. Se percata de los detalles de su entorno: paredes
corroídas, grafitis airados y dos perros desnutridos acoplándose. Advierte que
es complicada la supervivencia de los expatriados del Edén. Al lado, una joven vecina
intenta calmar el llanto de su bebé; a la redonda, una abuela sin dientes recibe
en la boca una papilla; y más acá, justo en la plaza del frente, un hombre cesante
lee el periódico del domingo pasado. Pero el Memo regresa a la marraqueta y al
té. Mastica el pan y sorbe la taza sabiendo que el suyo es un mundo quebrado. Le
duelen las decisiones arbitrarias, esas que no rinden cuentas a la ley ni a la
razón. Mientras, el sabor del bocado que tiene en el paladar le regala un instante
de placer. Disfruta esta merienda y siente que su cuerpo recupera las fuerzas. Comer y beber son para él un cese temporal de las hostilidades. Se alegra en
su oasis y prolonga la dicha de esta tregua. Mira al techo y se pregunta en qué
momento su vida se enredó como una virutilla. Se levanta, camina hacia un cajón
del mueble de su cocina y de allí extrae una navaja de Ockham. Con
ella vuelve a embadurnar de mantequilla otra marraqueta y, de paso, comprende que
la mejor explicación posible a su entuerto existencial es la más sencilla de
todas: que Dios hizo rectos a los mortales, pero estos se buscaron muchas
artimañas.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
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