Corría el 1996 cuando don Germán Urzúa Valenzuela
impartía por última vez en su vida su cátedra de derecho y política. La muerte lo
sorprendería, a sus setenta años, en abril del noventa y siete. Éramos mechones
y nuestra juventud desafiaba las siete décadas de existencia del maestro. Recuerdo
esa mañana cuando afirmó que él suponía que todos los que estábamos dentro de
la sala éramos ciudadanos, sujetos capaces de elegir y ser elegidos. Hasta
entonces, nunca había pensado en eso. Motivado por sus lecciones y por las
historias que contaba al dictar sus materias, decidí ir a inscribirme en el
Servicio Electoral de mi comuna. Desde ese momento hasta ahora he participado
en todas las elecciones, salvo aquellas dos que coincidieron con las mañanas de
sendos viajes al extranjero (temí que si madrugaba para ir a votar me dejarían
como vocal de mesa… ¡chao, viaje!) La del próximo domingo será una cita más. Encerrado
tras ese velo negro volveré a marcar una preferencia. Creo en el Mesías y sé
que cuando él venga por fin esta tierra gustará de justicia y libertad. Pero su
nombre no está incluido dentro de los que postulan a la presidencia de la
república. Mis opciones son sólo dos hombres, simples mortales. Pese a que
ninguno de ellos logrará encarnar las profecías de Isaías ni las visiones apocalípticas
de Juan en punto a la renovación de todas las cosas, de todos modos, iré a
votar. Me sumaré al juego colectivo de ver cómo compartimos el mismo suelo -y
cómo nos organizamos bajo el mismo cielo-, sabiendo que aquí somos muchos y pensamos
distinto. Esa mañana dominical, mi papeleta se hundirá en medio de tantas otras.
Y al final de la jornada, cuando el sol se esté guardando, emergerá de la caja
para entregar la información que en ella deposité. Nadie sabrá que he sido yo
quien dejó esa marca. Al lunes siguiente ignoraré muchas cosas, pero también sabré
algunas pocas: que el Soberano del universo nos seguirá amando; que habrá que
seguir sudando para que en la mesa haya pan; y, en fin, que don Germán Urzúa
tenía razón cuando enseñaba que los humanos no podemos vivir como si fuéramos
lobos esteparios.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
Buena reflexion
ResponderBorrarAsí es hay que cumplir con nuestro deber civil. Dios se encargará de ordenar este “gallinero”
ResponderBorrarEn nuestro caso elegir entre el menos malo, el menos dañino a nuestra sociedad y el que tenga un corazón sensible a Dios.
A votar entonces.
Ahí estaré...para dar al César lo que es del César.
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