“Oye,
Martín, ¿me podí tomar una selfi?” - le preguntó Benjamín. “No, po’. Tú sí que
estay mal. Mira, te voy a hacer una autocrítica: si yo te tomo esa foto
entonces ya no será una selfi de verdá, ¿cachay?” - le respondió su compañero. “Ah,
chuta. ¿Y cómo lo puedo hacer para tener una selfi de verdá, oye tú?” -
prosiguió el recién autocriticado. “Tú mismo, po’, te la tení que puro tomar. La
cosa es entre ti mismo y tú mismo”, continuaba Martín con tono heideggeriano. “Pucha,
eso está pelúo, ¿no veí’ que todavía me estoy comiendo mi completo?” - afirmó
el Benja con la boca llena de migas de pan. Martín, experimentado en el arte de
la vida, reprendió de nuevo a su compinche: “Benja, tú sí que no cachay ná’, ¿cómo
me podí decir que eso es un completo si no tiene palta, tomate ni mayonesa?” ¡Jaque
mate! Benjamín no sabía qué decir ante tamañas verdades. Atragantado con la salchicha
que trataba de tragar en ese momento, y sin la selfi que deseaba, se fue
hundiendo en el silencio. Martín ya estaba por largarse de regreso a la zona de
juegos, cuando el Benja, agudo observador de la realidad, lo sorprendió con su
última ocurrencia. “Oye, Martincho, veo que anday con el terrible caracho de
hambre. Seguro que tu mamá hoy no te mandó ná’ pa’ la colación, pero de más que
anday con mone’as. Mira, allí leo que la tía vende dos berlines por uno. ¿Te animay
a comprarlos? Tú te podí quedar con el que está paga’o y a mí me day el costo cero”.
El pequeño Martín lo pensó un instante, pero luego contestó: “No, Benja, no me
podí manipular ni engañar a mí. ¿Te cachay que al final tú te queday con el
paga’o y yo, con el regala’o? No, eso no lo puedo permitir, no soy ná’ tonto ni
pajarón”. Y así nomás se quedaron: el Benja con un completo sin condimentos y
sin la selfi que tanto le apetecía, y el Martín, con cara de hambre, pero a
salvo sus monedas y su incólume fama de pillo.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
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