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Expulsados (2)

Desperté. Ese sueño mío fue horrible. Sentí el alivio de la luz del amanecer. Estaba a salvo. Contento bajé de la cama y caminé directo a la cocina. Mi alegría de saberme en casa crecía con cada acción conocida: sacar la cafetera, hervir el agua, poner las cucharadas colmadas de café y sentarme a esperar el resultado oyendo a los pájaros cantar. En eso sonó el citófono. Eran apenas las siete de la mañana de ese sábado. No tenía sentido oponerme a que subieran. Llegarían igual a nuestro departamento, con o sin mi permiso. A los segundos cruzaban el umbral de la puerta. “Buenos días. Sólo déjenos hacer nuestro trabajo. No complique las cosas. Hemos tenido que pulverizar al conserje. Sería desagradable y antihigiénico repetir el procedimiento con usted”, me dijeron los agentes. Los contemplé con admiración. Ella me sacaba una cabeza más de altura y él, por lo menos dos. Sus cuerpos eran perfectos y sus caras hermosas. Si no fuera por el tono metálico de sus voces y esos lentes oscuros, pasarían como humanos. Eran un producto asombroso de la robótica. Tenían memoria, lenguaje y movimiento. “Sabemos su identidad completa y la de su grupo familiar. No se desgaste en exhibir cédulas ni pasaportes. Ahorre el tiempo, mejor será”, afirmó la mujer. “Vaya. Despierte a su esposa y sus hijas. Les esperaremos aquí y por no más de quince minutos. El bus que les llevará al aeropuerto saldrá en media hora. No intenten escapar: el barrio completo está sometido al mismo operativo en este preciso momento”, me instruyó el sujeto. Nos entregaron unas bolsas de nailon. “Pongan aquí las cosas que les serían útiles para mantenerse quietos durante el viaje”, escuché decirle a nuestra custodia. Una vez dentro del bus, nos informaron nuestros derechos: “Derecho a quitarse la vida, o pedir que lo haga uno de nuestros servidores antes del despegue. Derecho a recibir una dosis de medicina para enfrentar la partida con la conciencia anulada. Y, por último, derecho a expresar sus convicciones religiosas a viva voz durante el vuelo”. Era imposible apelar a la justicia o la compasión. Al llegar al aeropuerto de Pudahuel nos forzaron a vestirnos con unos overoles anaranjados. Nos enteramos de que en Chile dejaron de funcionar la Moneda, el Congreso y los tribunales. El poder real, ese capaz de controlar el curso de los hechos, se hallaba en manos de estas máquinas perfectas que no cometían errores. Salimos de Santiago rumbo a Botsuana. Allá se había instalado uno de los tantos centros de despegue que ahora poblaban todo el África. Los vuelos fuera de la atmósfera estaban siendo ejecutados por transbordadores operados por pilotos automáticos en viajes sin retorno. Cuando mi esposa me tomó de la mano y nuestra hija menor abrazó su perro de peluche, recordé mi visión premonitoria. Entonces oí que mi adolescente interrogaba a mi mujer: “mamá, ¿tienes miedo?” 

Comentarios

  1. Tengo claro... habrá un EXPULSADOS # 3 :-)

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  2. Me encantan estos nuevos derechos: "Derecho a quitarse la vida, o pedir que lo haga uno de nuestros servidores antes del despegue."

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