Desperté. Ese sueño mío
fue horrible. Sentí el alivio de la luz del amanecer. Estaba a salvo. Contento
bajé de la cama y caminé directo a la cocina. Mi alegría de saberme en casa crecía
con cada acción conocida: sacar la cafetera, hervir el agua, poner las cucharadas colmadas
de café y sentarme a esperar el resultado oyendo a los pájaros cantar. En eso
sonó el citófono. Eran apenas las siete de la mañana de ese sábado. No tenía
sentido oponerme a que subieran. Llegarían igual a nuestro departamento, con o
sin mi permiso. A los segundos cruzaban el umbral de la puerta. “Buenos días.
Sólo déjenos hacer nuestro trabajo. No complique las cosas. Hemos tenido que
pulverizar al conserje. Sería desagradable y antihigiénico repetir el procedimiento
con usted”, me dijeron los agentes. Los contemplé con admiración. Ella me sacaba
una cabeza más de altura y él, por lo menos dos. Sus cuerpos eran perfectos y sus
caras hermosas. Si no fuera por el tono metálico de sus voces y esos lentes oscuros,
pasarían como humanos. Eran un producto asombroso de la robótica. Tenían memoria,
lenguaje y movimiento. “Sabemos su identidad completa y la de su grupo
familiar. No se desgaste en exhibir cédulas ni pasaportes. Ahorre el tiempo,
mejor será”, afirmó la mujer. “Vaya. Despierte a su esposa y sus hijas. Les esperaremos
aquí y por no más de quince minutos. El bus que les llevará al aeropuerto
saldrá en media hora. No intenten escapar: el barrio completo está sometido al
mismo operativo en este preciso momento”, me instruyó el sujeto. Nos entregaron
unas bolsas de nailon. “Pongan aquí las cosas que les serían útiles para
mantenerse quietos durante el viaje”, escuché decirle a nuestra custodia. Una
vez dentro del bus, nos informaron nuestros derechos: “Derecho a quitarse la
vida, o pedir que lo haga uno de nuestros servidores antes del despegue.
Derecho a recibir una dosis de medicina para enfrentar la partida con la
conciencia anulada. Y, por último, derecho a expresar sus convicciones religiosas
a viva voz durante el vuelo”. Era imposible apelar a la justicia o la compasión.
Al llegar al aeropuerto de Pudahuel nos forzaron a vestirnos con unos overoles
anaranjados. Nos enteramos de que en Chile dejaron de funcionar la Moneda, el Congreso
y los tribunales. El poder real, ese capaz de controlar el curso de los hechos,
se hallaba en manos de estas máquinas perfectas que no cometían errores. Salimos
de Santiago rumbo a Botsuana. Allá se había instalado uno de los tantos centros
de despegue que ahora poblaban todo el África. Los vuelos fuera de la atmósfera
estaban siendo ejecutados por transbordadores operados por pilotos automáticos en viajes sin retorno.
Cuando mi esposa me tomó de la mano y nuestra hija menor abrazó su perro de
peluche, recordé mi visión premonitoria. Entonces oí que mi adolescente interrogaba a mi mujer: “mamá,
¿tienes miedo?”
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
Tengo claro... habrá un EXPULSADOS # 3 :-)
ResponderBorrarMe encantan estos nuevos derechos: "Derecho a quitarse la vida, o pedir que lo haga uno de nuestros servidores antes del despegue."
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