Mosquera
es colombiano. Nació en el departamento del Chocó, luego vivió varios años en
Medellín y un día, urgido por la necesidad, emigró a Chile. La esencia de su
vida -ayer allá y hoy, acá- transcurre entre su fe, el fútbol y el café. Durante
su residencia en Santiago -pellejerías y desventuras incluidas- ha logrado cultivar
esos tres amores. Apenas tiene una oportunidad, recita con gracia uno de esos
versos bíblicos que guarda en la memoria. Cada mañana, a eso de las seis,
Mosquera bebe dos tazas de café: la primera cuando lee los salmos y la segunda cuando
se enfoca en el Nuevo Testamento. Con leche y sin azúcar, el café lo despierta
tal como lo va haciendo el Espíritu. El otro día supo de un vecino hospitalizado.
Lo fue a ver. Pidió permiso al personal de turno e impuso sus manos sobre el
enfermo. Oró pidiendo su completa sanidad. Luego le entonó una canción y leyó para
él un trozo de la carta de Pablo a los filipenses. Y esta tarde el desafío
no es menor: le pidieron de urgencia que reemplace a ese mismo enfermo
vistiendo la camiseta de “Los tronadores”, en la final de la liga del bloque.
Es que nunca lo habían tomado en serio hasta ese día que lo vieron en la plaza,
rodeado de niños, en una improvisada escuelita de balompié. Mosquera, con
paciencia de maestro y la destreza de un crack, les enseñaba a los chicos cómo pasar
la pelota, cómo amortiguarla con el pecho y cómo darle con la cabeza sin quedar
turuleco. Los niños gritaban de alegría y, los adultos, se deslumbraban por la
belleza del momento. Entonces lo respetaron. Y aquí está: luciendo la misma camiseta
que el hospitalizado solía vestir hasta hace poco. El partido está difícil.
Restan tres minutos de alargue y ninguno de los equipos logra romper el
granítico empate a cero. Esto ya huele a penales. En las galerías, familiares, amigos
y patos malos apoyan a los suyos, hacen apuestas y sufren la agonía del
encuentro deportivo. Mosquera alza los ojos al cielo como Cristo ante la tumba
de su amigo Lázaro. A su mente viene la gloria del éxodo: Moisés cruzando el
mar Rojo mientras el faraón egipcio perseguía a los fugitivos bajo amenaza de
muerte. Y de pronto la pelota le llega en bandeja a la zurda encantada del colombiano.
Lo separan 45 metros de la portería rival. Apenas comienza a moverse con el
balón pegado al botín, los vecinos del bloque se ponen de pie. El reloj avanza:
en 60 segundos el árbitro pitará el final. El hijo del Chocó emprende la
estampida. El Espíritu le recuerda una verdad: Filipenses 3:13-14. Y Dios, en su
omnipotencia, envía a sus ángeles con espadas de fuego a despejar el camino de
su siervo. Así Mosquera avanza, corre, suda, se agita. Entonces el Señor de
Señores da una orden y su hijo obedece: “¡Patea ahora mismo, hijo de hombre!”. Mosquera acata y le imprime a la esférica toda la gracia y potencia que habitan contenidos
en su empeine izquierdo. La pelota cruza por los aires, roza las plantas de los
pies del Creador y, convertida en meteoro, se dirige a la esquina superior
derecha del pórtico del adversario, ese rincón jamás rozado por ninguna mano
humana. El estadio, con su cancha de tierra y luces tristes, se viste de esplendor:
Dios visita ese barrio y lleno de felicidad es el primero en gritar: “¡Golaazooo!
¡Te pasaste, Mosquera!”
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
Ah qué belleza Franz..
ResponderBorrarMe encantó.
ResponderBorrar