Andrés Araya fue condenado como
autor de homicidio. Se le achacó haber ingresado al despacho del jefe del
servicio donde trabajaba y, mientras éste dormía la siesta, hacer un nudo ciego
en la corbata de la víctima hasta asfixiarla. Dos testigos dijeron haber visto
que un hombre de piel morena y ojos claros salió raudo del gabinete, corrió
escaleras abajo y abordó una motocicleta que era conducida por una chica colorina
que tenía tatuados ambos brazos. Lo cierto fue que durante el juicio oral ninguno
de los testigos fue capaz de reconocer a Andrés Araya como el sujeto que atentó
contra el finado señor director. Se les permitió incluso ver al acusado de cerca
y hasta se amplificaron fotografías suyas en la pared del tribunal, mas nada:
nadie lo identificó como el agresor. Pero el fiscal se negó a creer en el azar,
optó por interpretar los datos aportados por la policía e hizo un juego de
probabilidades. Demostró que Araya reunía la totalidad de las características del
sospechoso: era cosa de mirarlo. Además, el encartado sostenía una relación de
amistad con una mujer dueña de una motocicleta, de cabellera pelirroja y brazos
cubiertos con mensajes alusivos a la liberación animal. “Señorías, me niego a
creer en las casualidades. Me debo más bien a la ciencia y, ante el silencio de
los testigos, habré de confiar en las estadísticas”, argumentó el fiscal en su
alegato de clausura. “Habría que recorrer dos veces el mundo entero y, además,
darse una vuelta más allá del sol, para hallar en el universo conocido a otra
persona que, como Andrés Araya, encarne en sí misma las credenciales básicas
del sospechoso”, fueron sus últimas palabras. Y le fue bien. El tribunal, seducido
por la lógica del persecutor y presionado por las redes sociales que pedían
justicia para el servidor público, dictó sentencia condenatoria. Tres años
llevaba Araya enjaulado en el penal cuando su defensora, Nicole Briceño,
descubrió el teorema de Bayes. Acudió entonces a conversar con el loco de Moisés
Celedón, ese antiguo compañero del colegio que, enamorado de los números,
ingresó a la facultad de ciencias matemáticas y estadísticas. Celedón le
explicó en términos sencillos cuestiones tales como la probabilidad condicional
de que suceda un evento aleatorio junto con la probabilidad marginal de ocurrencia
de un único episodio azaroso. Ella se convenció. Le pidió a Celedón que elaborara
una pericia y, acto seguido, solicitó la revisión extraordinaria ante la
Suprema Corte de la nación. El loco lindo fue escuchado una fría mañana de
invierno en una audiencia especial. Los honorables magistrados lo vieron
ingresar a la sala vistiendo sin corbata y tomado su pelo crespo en una larga cola
de caballo. Usando una pizarra y un plumón, comenzó Celedón a calcular la
probabilidad de que hubiera, en Santiago de Chile, una o más personas que
reunieran las mismas cualidades que la fiscalía insistía en atribuir de forma
exclusiva al moreno Araya y su cobriza amiga. Utilizando lo que denominó un
sistema de distribución binominal anotó en la pizarra una fórmula compuesta de
letras y dígitos. Allí donde el Ministerio Público había visto una probabilidad
de éxito de 1 caso entre 12.000.000 de alternativas, Celedón acabó demostrando que
la cifra se reducía más bien a un modesto 0.04 de chances de acertar. El Máximo
Tribunal tuvo que aceptar el errado razonamiento que llevó a fundar la condena.
Al día siguiente ordenó la anulación de la condena y dispuso la inmediata
libertad del reo. Esta tarde, Araya y Celedón brindan por una vida sin rejas en
un boliche del centro, mientras Nicole Briceño observa al loco con ojos de
ternura y admiración, tal como lo hacía cuando eran niños y jugaban a esconderse
en los patios de la escuela.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
Increíble
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