Con sus apenas 16 años, Erasmo
no supo salir de esa encrucijada. Llegado el fin de año, en su liceo lo
forzaron a escoger su futuro para el tercero y cuarto medios. Matemático, biólogo
o humanista. Entre las tres opciones tenía que decidirse por una. “Soy malo con
los números”, admitió con cierta vergüenza. “Y las letras son para los
cegatones que terminan leyendo con anteojos potos de botella”, pensó molesto. Y,
ni modo, así nació un científico por descarte. Y al año siguiente comenzó a
sufrir las consecuencias: horas adicionales de biología y química. Se le cansaban
las manos de tanto escribir los dictados de sus profesores sobre el ciclo de
Krebs al interior de las mitocondrias y la teoría atómica de Dalton. Entre
trimestres y semestres, las cosas fueron cayendo por su peso. Lo suyo no era la
estructura ni el funcionamiento de los seres vivos, y tampoco las propiedades y
transformaciones de los cuerpos simples o compuestos. Mas aun así no echaba marcha
atrás. Las dosis de matemáticas y física lo harían enloquecer. ¿Y los libros?
Bueno, las muchas letras también podrían llevarle a perder la cordura. Pero la
realidad acabó por imponerse. Ya a punto de salir de la secundaria, tuvo un
instante de revelación. Estaba frente a su examen final de química inorgánica y
tenía sobre su pupitre un ejemplar plastificado y a todo color de la tabla
periódica. Se le pedía desentrañar unas alambicadas preguntas sobre los enlaces
covalentes sencillos, dobles y triples. Erasmo algo intuía, pero en el fondo se
sabía perdido en un laberinto. Con el lápiz en la punta de los dedos se
disponía a redactar una quijotesca definición sobre la razón de la sinrazón
cuando de pronto, y de golpe, el maestro rompió el silencio que reinaba en el
aula. Con voz cómica les advirtió a los discípulos de Dmitri Mendeléyev: “Me
basta que expresen las soluciones para cada ecuación usando los términos de una
fórmula. No se les vaya a ocurrir redactar una explicación en cien palabras. ¡Por
Dios! Recuerden que son científicos, no humanistas”. Para Erasmo esa fue la
confirmación final: él se hallaba en corral ajeno. Desde entonces escribe
poesía y cuentos infantiles.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
Ohhh, la Química!!!!!! Viva la Literatura!!!!
ResponderBorrarErasmo, ¡eres mi amigo del alma!
ResponderBorrarErasmo, tal vez te sirva esta mirada, hace un tiempo ya que percibo que el nombre originario o elegido que llevamos, nos muestra una ruta, la proyección de un camino como diría Hesse, tu nombre tiene un vuelo de libertad... Dele con todo!
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