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Arepas

Eran dos. Vestían zapatillas y jeans y, sobre sus polerones, lucían unos delantales que las hacían ver como chefs de cocina gourmet. Su atención era de alto nivel: palabras amables, miradas a los ojos y sonrisas auténticas. Pocas veces el comercio callejero dio muestras de tanta elegancia y dignidad. Lo suyo era la venta ambulante de arepas, esa especie de pan redondo hecho en base al maíz. Las entregaban, aún calientes, envueltas en papel de aluminio. Y las promocionaban escribiendo con tiza y buena letra sus cómicos nombres en una pizarra negra ('Pelúa', 'Rompe colchón', 'Viuda', 'Endiablada', 'Gringa', 'Pabellón criollo', 'Reina pepiada', 'Tumbarranchos', 'Dominó'). El minuto único que duraba esa transacción matutina siempre me generó un sentimiento grato y vivo. Esas dos extranjeras irradiaban una cordialidad imprescriptible.  Se instalaron en las afueras del metro Universidad de Chile, en la salida que conduce a la Bolsa de Comercio de Santiago. "Cuando no nos encuentre aquí -usted sabe, los inspectores municipales- sólo búsquenos al otro lado de la Alameda", me dijeron. Se movían entre las cuatro salidas de esa céntrica estación del Metro (Serrano, Arturo Prat, Nueva York y el Paseo Ahumada). Nunca supe a qué hora llegaban. Debió haber sido muy temprano por la mañana. Ni las bajas temperaturas del invierno santiaguino ni la irregularidad de su situación migratoria les lograba robar la alegría de vivir. Semana a semana las arepas se incorporaron a mi dieta. Así descubrí el ingenio humano reflejado en una comida sabrosa, de nombres chistosos y preparada para seducir por la vista. Me hice su cliente frecuente. Empecé por comprarlas para mí. Luego me atreví a llevar algunas como obsequios para mis colegas. Éxito rotundo. Entre bocados, mordiscos y dedos manchados, mi mundo se hizo un poco más grande y bienaventurado. Cada encuentro con ellas y sus arepas era una cápsula de esa clase de felicidad que de niño viví cuando salía del colegio, en tardes oscuras y heladas, y afuera había una señora vendiendo sopaipillas cubiertas con un mantel blanco. Me acostumbré a las arepas y admiré a las dos venezolanas que las ofrecían de camino a la oficina en unas mañanas grises cuando dudaba hasta de mi propia existencia. Un lunes a primera hora iba decidido a degustar una Santa Bárbara (¿tendría algo que ver con la doña feroz creada por Rómulo Gallegos?). Salí del metro y al instante advertí su ausencia. Intrigado crucé al otro lado. Nada. Desaparecieron. Nunca más supe de ellas ni de sus arepas. Cuando me echaron del trabajo (mi jefa fue clara: 'o renuncias o sumario') no fue tanto el dolor que sentí: me quedaban pocas ganas de seguir ejerciendo el mismo oficio sin esa motivación gastronómica y luminosa de las mañanas.


Comentarios

  1. Conozco y he disfrutado las arepas!!! Buen cuento!!!!

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  2. Que maravilloso tener la capacidad y la sensibiñidad de transmitir la experiencua, lo vivido, con tanto cariño!!!
    Muy lindo cuento!

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  3. Me teletransportaste a tantos momentos similares Franz, y tomaré como una sincronía la respuesta a participar en un curso de Derecho Migratorio, voy, tal vez encuentre a las dos bienaventuradas venezolanas en el camino. Sería un honor.

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  4. Me gustaría más el título "Renuncia o Sumario".

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