Nuestra existencia acabará en pocos segundos. Jamás
tuve tal certeza ni conciencia del fin. Nos iremos los cuatro: mi mujer,
nuestras dos hijas y yo. Las chicas se durmieron apenas la nave despegó. Aquí
adentro cuesta respirar. Se deja sentir tal presión sobre los cuerpos que
parecemos pegados a los asientos, con nula posibilidad siquiera de mover los
dedos de las manos. Se oye poco y nada, y hablar resulta casi imposible.
Contemplar la tierra desde las alturas ha sido majestuoso. Si no fuera por
estas lágrimas, disfrutaría aún más las últimas imágenes que captan mis ojos.
Recuerdo a Julio Verne y sus exploradores chiflados descendiendo hasta el
centro del planeta. Cuando uno de ellos se extravió en el oscuro mundo
subterráneo, sólo atinó a clamar a Dios. Hago lo mismo. Ignoro si lo que
estamos viviendo es el cumplimiento de alguna profecía que nadie quiso escuchar.
Abajo quedaron esas máquinas que lucen como humanos, pero se mueven gracias a
la nanotecnología. ¿Necesitarán ponerse de acuerdo en una asamblea para saber
cómo vivir? ¿Tendrán que elegir representantes para ser gobernados? ¿Deberán
instalar tribunales por si alguno quebranta las reglas? Ahora me suena tan
pequeño eso de las grandes potencias mundiales. ¡Nada! No hubo forma de vencer
el poderío de las máquinas. ¡A la basura nuestras alianzas estratégicas,
tratados internacionales y organizaciones mundiales! Esta nueva generación de
fibra de carbono y lenguaje uniforme conquistó lo que los simples mortales
llevaban siglos pensando y construyendo. ¿Dejarán a salvo algún edificio cualquiera,
siquiera por azar? ¿Una biblioteca, un cementerio, una catedral o una escuelita
de barrio? ¿Les importarán nuestros libros, música y esculturas? Me temo que
arrasarán con todo. No quedará piedra sobre piedra. Serán borrados los
registros de la filosofía, la literatura, las ciencias empíricas, las artes y los
números. Al suelo también nuestras ideas de libertad, justicia y compasión. Los
nuevos entes que poblarán el planeta traerán sus propias herramientas. Me resta
una sospecha final: la posibilidad del error. Si pese a su enorme potencial,
estas hijas de la tecnología de punta no se percataran que en un rincón de la
tierra viven todavía un hombre y una mujer, la historia de la humanidad podría volver
a empezar.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
Cuéntanos cómo tomó tu familia todo este desaguisado.....
ResponderBorrarMuy fácil de entender--radiografía obvia--está redactado con cuidado, con norma y con mucha razón.
ResponderBorrar