Cuando
me convencí de que ella y yo caminábamos por la misma cuadra casi con idéntica
frecuencia, me atreví a decirle que le ofrecía mi brazo. No sabíamos nuestros
nombres, pero no lo dudó y, sin excesos de emoción en su voz, dijo que sí lo
aceptaba. Echamos a andar esos varios metros que nos distanciaban del semáforo
que separaba nuestras rutas. Ella se dejó guiar por mi ritmo. Comencé a hablar, mas al
instante supe que mis explicaciones estaban sobrando: el árbol con raíces gruesas
que rompen el cemento, el kiosco que reduce el ancho de la vereda a la mitad, y
esa cafetería que expele un grato aroma a granos recién molidos, de seguro eran
cosas que se había representado con precisión cientos de veces en las
pantallas de su mente. Al principio pensé que al verme con ella los demás me
respetarían. Craso error. Para la multitud santiaguina -impuntual, pero acelerada- somos
dos intrascendentes (1+1=0). Nos chocan, nos bloquean el paso, nos expulsan
de la senda. Y la peor parte recae sobre ella. Imagino que resentirá el doble
cada obstáculo que la fuerza a frenarse, a retroceder, a cambiar de lado, a
caminar más rápido. No faltó el que me insultó. Para ella también alcanzaron algunas palabras groseras. Le exigían que fuera al tranco de los demás. Cuando
estábamos por llegar a la esquina sentí ganas de pedirle perdón. Mi compañía estaba resultando ser una
presencia insegura para ella. Bajo las luces de ese semáforo con sinceridad me
disculpé. Entonces, con la primera sonrisa que le vi en sus labios respondió: “Tranquilo.
Y muchas gracias. Ya estoy acostumbrada y ayer fue peor”. Luego estiró con
calma su bastón hasta hacerlo tocar el suelo, reacomodó sus lentes oscuros y
siguió caminando sola.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
Ocultos hasta el final se hallan, tanto la ternura como la bestialidad urbana. Todos buscamos lo propio.
ResponderBorrarMe dejó sensación de tristeza.... y frustración.
ResponderBorrarPero, un fiel reflejo de nuestra insensibilidad social. Esa que no se arregla con acuerdos o buenos deseos.
Nace del alma.