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Juntos

Cuando me convencí de que ella y yo caminábamos por la misma cuadra casi con idéntica frecuencia, me atreví a decirle que le ofrecía mi brazo. No sabíamos nuestros nombres, pero no lo dudó y, sin excesos de emoción en su voz, dijo que sí lo aceptaba. Echamos a andar esos varios metros que nos distanciaban del semáforo que separaba nuestras rutas. Ella se dejó guiar por mi ritmo. Comencé a hablar, mas al instante supe que mis explicaciones estaban sobrando: el árbol con raíces gruesas que rompen el cemento, el kiosco que reduce el ancho de la vereda a la mitad, y esa cafetería que expele un grato aroma a granos recién molidos, de seguro eran cosas que se había representado con precisión cientos de veces en las pantallas de su mente. Al principio pensé que al verme con ella los demás me respetarían. Craso error. Para la multitud santiaguina -impuntual, pero acelerada- somos dos intrascendentes (1+1=0). Nos chocan, nos bloquean el paso, nos expulsan de la senda. Y la peor parte recae sobre ella. Imagino que resentirá el doble cada obstáculo que la fuerza a frenarse, a retroceder, a cambiar de lado, a caminar más rápido. No faltó el que me insultó. Para ella también alcanzaron algunas palabras groseras. Le exigían que fuera al tranco de los demás. Cuando estábamos por llegar a la esquina sentí ganas de pedirle perdón. Mi compañía estaba resultando ser una presencia insegura para ella. Bajo las luces de ese semáforo con sinceridad me disculpé. Entonces, con la primera sonrisa que le vi en sus labios respondió: “Tranquilo. Y muchas gracias. Ya estoy acostumbrada y ayer fue peor”. Luego estiró con calma su bastón hasta hacerlo tocar el suelo, reacomodó sus lentes oscuros y siguió caminando sola.

Comentarios

  1. Ocultos hasta el final se hallan, tanto la ternura como la bestialidad urbana. Todos buscamos lo propio.

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  2. Me dejó sensación de tristeza.... y frustración.
    Pero, un fiel reflejo de nuestra insensibilidad social. Esa que no se arregla con acuerdos o buenos deseos.
    Nace del alma.

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