Durante
sus años en la facultad de derecho cursó latín. Por su oficio de escribidor de
sentencias con palabras alambicadas, se familiarizó en la consulta diaria del diccionario
de la lengua española. Sus pares hablan de manera formal y se desenvuelve en un
medio que espera de él cierto nivel de elegancia en el trato con los demás.
Algunos de sus buenos amigos leen a Cervantes y alguien más por ahí lo presiona
para que incursione en el teatro shakesperiano (‘de preferencia en inglés’). En
ocasiones lo han invitado a universidades marxistas y otras regentadas por la
curia romana para exponer sobre el futuro de la dogmática jurídica. Con
frecuencia le toca asistir a reuniones en las que de fondo se oye música de Beethoven.
Y así transcurren sus días sin que nadie se percate de su secreto mejor
guardado, ese que sólo se revela cuando se ducha. Allí, en total intimidad, bajo
el chorro del agua y cubierto el cuerpo de jabón y la cabeza con champú, se
entrega a su oculta pasión: la cumbia colombo-panameña. En su calidad de
cumbiero clandestino, canturrea y compone sus letras más caras jabonándose y enjuagándose.
Entre esas cuatro paredes cultiva cada mañana su más
cuidado interés. Con los ojos cerrados se imagina con una vela encendida en una
mano y un sombrero la otra, gozando de ese ritmo popular que le corre por la
garganta y le sale por los pies. Horas más tarde, cuando viste ya su terno y
corbata y porta sus escritos dentro de un maletín, camina hacia el palacio de
tribunales con paso solemne. Al verlo llegar, la estatua de la justicia levanta
con disimulo la venda que cubre su vista y sonríe: sólo ella sospecha que
debajo de ese atuendo hay un cuerpo que se bambolea y un corazón que se enciende
con historias y melodías cumbiancheras.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
Cuán interesante es la inclusión de la estatua como personaje. Yo esperaba un guiño ;)
ResponderBorrarBuena. Increíble relato.
ResponderBorrarJajaja. Habrá otros que escuchan rancheras.....?
ResponderBorrarPor favor, que el escriba escribidor de sentencia entre a la Corte de Valparaíso, su estatua, el símbolo de la contradicción de lo esperado, lo espera, luego de nacer y permanecer sin velo, es capaz de ayudarlo a componer la banda Sonora de Macondo. Excelente relato!
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