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Tricolor

El torbellino los trajo a los tres. Cayeron plantados en el mismo barrio. Luego, las tormentas de la vida los hicieron crecer, pese a sus diferencias, muy cerca unos de otros. Igual que los árboles de un bosque nativo. Marta, la mayor del triunvirato, llevaba quince años viuda cuando conoció a sus dos compinches. Juan Carlos sumaba los mismos años viviendo en Chile contados desde el día cuando dejó Bolivia, su tierra natal. Y hacía exactos quince años también que Bernabé había nacido sin tener la posibilidad de conocer a sus padres, salvo por esa noticia del trágico accidente que les robó la existencia a una pareja de jóvenes enamorados.  Coincidieron en una plaza. Marta miraba en silencio y desde la distancia cómo Bernabé practicaba unos arriesgados saltos con su bicicleta cuando de pronto, y sin darse cuenta, el muchacho acabó estrellándose contra Juan Carlos, quien sólo buscaba una sombra donde echarse a dormir una siesta. La trifulca entre los dos llevaba un par de minutos (“Chuta, tío, perdone, fue sin querer, pero dígame si no salió bonito mi súper salto mortal”, “¡Mocoso sin vergüenza!, ¡fíjate bien lo que haces, pues!”), cuando Marta se atrevió a mediar entre los dos (“Señor, sea bueno y perdone a este chiquillo, mire que se trata de un desafortunado incidente que no ha causado daños ni lesiones”). La dulzura y prudencia de la mujer aquietaron los demonios de la furia de esos dos energúmenos. Así supieron sus nombres y se dieron cuenta que eran vecinos. La pandemia los llevó a buscarse de nuevo. Sintieron que se necesitaban. “Soy diestra haciendo panes y pasteles”, les dijo Marta un domingo por la tarde en la misma plaza de aquella vez. “Y empezaré mañana mismo a probar suerte. ¡Y que sea lo que Dios quiera, nomás!”, remachó. Juan Carlos la miró con dudas, pero se puso a su disposición. Bernabé, en cambio, enganchó de inmediato. “¡Oiga, tía, yo se los reparto por todo el barrio! ¡Usted sabe: a mí me dicen el ‘llantas de fuego’!, ¿o no, Jota Cé?”, gritó entusiasmado el muchacho dándole al boliviano un codazo en las costillas derechas que lo hizo saltar. Y así fue: esa semana salieron las primeras docenas de marraquetas y algunos brazos de reina del horno de Marta. Al rato, ya estaban llegando a las puertas de las casas gracias a la velocidad que el adolescente lograba con sus dos ruedas. Y entre encargos pendientes y nuevos pedidos que llegaban al celular de Marta, Juan Carlos fue venciendo su timidez. “Señora, llegó el momento de incursionar en las salteñas”, le avisó ese viernes cuando ya calculaban sus primeras ganancias. “Verá, mi hermana me ha hecho llegar la receta de mi familia. Las haremos como se comen allá en Potosí. Ayer recibí de ella misma este video que ahora le comparto”, le comentó y al instante se percató que le hablaba como dándole instrucciones. “¿Se atreve, señora?”, le preguntó con más tino en la voz. “Jota Cé, ¡echando a perder, se aprende!”, le respondió ella, llena de gracia. “¡Güena, Jota Cé!”, lo celebró Bernabé. “Pa’ mí la cosa está clarita: desde ahora nos llamaremos ‘Saltos y salteñas’”, anunciaba el chiquillo con alegría dándole al boliviano otro codazo en las costillas izquierdas. 

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