“¡Abram, deja tu tierra, tus familiares y la casa de
tu padre, y vete a la región que te voy a mostrar!”, afirma el Señor fungiendo como
promotor de migraciones internacionales. “¿Y adónde me habrás de llevar, oh Autor
del universo?”, contesta el arameo errante. “Eso no es asunto tuyo. Al menos
no, por ahora. Más bien prepara tus maletas y recuerda tener a mano tu pasaporte
y el certificado de vacunación”, replica el Hacedor. “Oh, mi buen Dios, es que
me ayudaría mucho saber siquiera el continente que tienes en mente. Ten
presente que deberé gestionar mis visas con anticipación”, insiste el simple
mortal. “Está bien. No pensaba hacértelo saber. Quería regalarte una sorpresa.
Pero, en fin, mejor te lo digo ahora: ¡irás a Chile!”. El hombre guarda un profundo
silencio. Luego, con reverencia exclama: “Mi Señor, verás, cruzar los océanos sólo
para tenerme allá por 90 días (plazo renovable por otros 90 días más), ¿no será
como poco?”. “¿Qué dices, Abram?”, lo interroga el Omnipotente. “Claro -le dice
el humano-, de acuerdo con la nueva ley de extranjería, de no mediar visa
alguna sólo me permitirán el ingreso como turista”. “¡Pero si no es como
turista que te quiero allá! ¡Te estoy llevando como residente a tiempo completo!”,
afirma el Único Soberano. “Por eso lo preguntaba”, susurra el barro hecho humanidad.
Y acota más: “Señor mío, si fuera esa la estrategia entonces tendré que
gestionar mi visa aquí mismo, en el consulado más cercano al lugar donde yacen
mis carpas y descansan mis camellos”. “¡Diantre! ¡Las visas! ¿Y será que se le
van a dar?”, consulta el Creador a sus ángeles. Gabriel y Miguel afirman a coro:
“Mmm… es difícil predecirlo. El resultado depende de una serie de variables:
requisitos legales, discreción consular y apertura o cierre de las fronteras”.
Al momento de escribirse estas líneas Abram aún no se llama Abraham y todavía
se encuentra en Canaán.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
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