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Lingüístico

Las letras y las palabras me hacen sufrir (pero las perdono). Con frecuencia me confunden (pero sigo dependiendo de ellas). Se confabulan en mi contra y gozan al verme metido en un problema (pero aun así las quiero). Como ese día cuando llegué vestido con ropa ligera a la clase de matemáticas, listo para bailar. ‘Y a usted, joven, ¿qué le pasó?’, me preguntó la profesora. ‘Nada, señorita, sólo me tomé en serio eso de que hoy tendríamos algo de ritmo’. En su mirada fluía compasión: “Algoritmo, joven, algoritmo. Me oyó mal. Y ahora vaya a sentarse. Al recreo se cambiará esa guayabera”. Años después fui encarado por el marido de una colega. El hombre estaba celoso y en su furia me ofrecía resolver esto a los golpes. ¿Qué pasó? Se enteró que cuando su mujer me preguntó, en el receso de una conferencia, qué se me antojaba beber, ella me escuchó decir ‘te quiero’. Grave. Esa inversión en el orden normal de la frase (‘quiero té’) me expuso a perder la vida. El poeta que había en mí me volvía a poner en peligro. Pese a todo, me resistí a esquivar mi vocación (no cometería tamaña esquivocación). Perseveré. Un día participé en un concurso de nanopoesía organizado por unos japoneses. Gané. Sí, obtuve el primer lugar con ese verso -para mí tan radical como inaprensible: “En Paquistán compré un paquidermo, aunque no sé pa’ qué”. Con el dinero que me regalaron cargué mi tarjeta (‘Bip!’) y pude recorrer toda la provincia de Santiago (de Huechuraba a La Pintana y de Las Condes a Pudahuel, 32 comunas en un fin de semana). Entre sábado y domingo me encontré con tres personas que ya podían recitar de memoria mi verso ganador. Eso me devolvió la confianza en mis letras. Hasta que, de nuevo, ¡por la chita!, el mismo espíritu que confundió las lenguas en Babel, bajó para atormentarme. Ocurrió que un domingo en la iglesia el pastor me pidió acercarme al altar y hacer una oración. Pasé adelante y frente a la congregación dije con voz de ceremonia: “Juan-comió-una-sopaipilla”. Como nadie me respondió con un amén, intuí que algo malo había en esa oración. No supe si el problema se hallaba en el sujeto o en el predicado. Al final se me explicó que me excomulgaban no por cuestiones de sintaxis, sino por mi nula espiritualidad. Un par de hermanos me advirtieron que las muchas letras me estaban enloqueciendo. No importa. Sigo trabajando con el lenguaje y cada día aprendo algo nuevo. La semana pasada mientras hacía la fila esperando mi turno para comprar un kilo de pan, me percaté que a mis espaldas se hallaba un conocido filólogo (para nada famoso, pero como no somos amigos, sólo me da para llamarlo ‘conocido’). Luego de saludarlo, me enseñó sobre los miembros de número que integran el Pleno de la Real Academia Española. Supe por él que cada plaza académica, además de vitalicia, se representa con una letra. Lo más sabroso vino al final cuando me contó que ocho letras del alfabeto nunca -desde el año 1713- han tenido representación alguna en los sillones de la RAE: cinco minúsculas (v, w, x, y, z) y tres mayúsculas (Ñ, W, Y). Al salir de la panadería, nos despedimos. Por la noche soñé que rompía la historia: ¡Dios me convertía en el primer Ñ!

 

 

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