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Pancho

El Covid-19 me venció en julio de 2021. Fui a dar por ocho días a un hospital en Volzhski (ciudad vecina de Volgogrado, Rusia). Las horas pasaban lentas (muy lentas) dentro de una sala amplia de paredes blancas y techo alto. Superados los primeros desvaríos de la fiebre y algo menos intoxicado que al principio, me sentí con fuerzas para comer, intercambiar mudos gestos de amistad con mis compañeros de habitación, leer un par de libros y escuchar música en español. Conectaba los audífonos a mis oídos y del teléfono móvil salían acordes que me recordaban el rincón del mundo donde nací. La distancia me despertó ansias de escuchar melodías latinas y la enfermedad me llevó a rebuscar algunas letras imprescindibles entre los archivos de mi memoria. Fue así como volví a las canciones de Pancho Martell. Las escuché de niño (en casetes) y, sin querer, memoricé largos versos (en un vocabulario que sonaba extraño para un mocoso de 10 años: “Yo también sufrí, yo también lloré, yo también viví la vida. Pero estoy aquí, pero sigo en pie, y he vendado mis heridas”). Recuerdo su canto dedicado a una simple flor del campo (“no puede ser fruto de la casualidad … ¡son pinceladas de alguien que sabe pintar!”), su interpelación a Jesucristo (“¿Qué tienes que ver conmigo? ¡Por qué no te alejas, por favor, de mi destino!”), su observación aguda sobre la conducta de las aves (“¡los pájaros cuentan la gloria del Dios de los cielos! / La tarde se viste de trigo y los mira pasar / Quizás a lejanos países orienten su vuelo / y hasta el verano que vienen no regresarán”) y, muy en especial, su trova a la tarde otoñal (“… vuelan ya las hojas secas / El viento frío golpea la canción que mi alma encierra / En la añoranza de un sol, de una amistad y de un poema / el árbol seco es un símbolo de mi tristeza”). Es increíble como esa voz gastada y esos dedos sobre las cuerdas de una guitarra se convirtieron en medicina. Con sus letras y su música Pancho Martell se empeña en buscar milagros en lo cotidiano (“… he vuelto de la iglesia en bicicleta, comí unos fideos con manteca mirando tele”) y celebra con fuerza cuando un hombre encuentra su razón de existir (“El zurdo Álvarez no hace muchos años / se emborrachaba sin poderse controlar / y navidad era su tiempo de tristeza / de no poder cambiar, de ponerse a pelear como otros tantos. / Pero el Señor tuvo de él misericordia / y lo libró de su atadura de maldad. / Hoy no precisa más beber para alegrarse / ¡lleva alegría en él! / ¡puedes saber qué es la navidad!”). Tal vez la genialidad de este cantautor se halle en su convicción básica -plasmada en su prosa inteligente- que, partiendo de la creación del universo, la razón humana puede descubrir, a través de las cosas creadas, las perfecciones invisibles de Dios: su eterno poder y su divinidad. Y esta verdad se hace mucho más real cuando uno sale caminando por sí mismo del hospital y regresa a la casa donde hay platos para lavar, plantas para regar, un gato para jugar y una familia para amar y ser amado.


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