Sin
maestrías ni doctorados, se volvió experto por experiencia. La dictadura
comenzó cuando él egresaba de la escuela de derecho. No hubo tiempo ni chance para
especializarse en el extranjero, sino sólo para accionar en su terruño con lo
que sabía y lo que tenía. Manejaba, sí, algunas normas constitucionales, ciertos
artículos del Código Penal y uno que otro tratado internacional, pero, ¿y el
resto? Bueno, eso tuvo que aprenderlo sobre la marcha. Las noticias de compañeras desaparecidas, algunas torturadas, y los incipientes rumores sobre estudiantes muertos
en extrañas circunstancias, lo forzaron a debutar en los tribunales con sus
primeros escritos. ¿Éxito? Ninguno: perdió todos los recursos que presentó. Sus
argumentos -por persuasivos e inteligentes- no lograban esclarecer los hechos y,
menos, identificar a los culpables. Intuyó que tocaba perseverar (y, de paso,
tuvo la suerte de que no le pusieran precio a su cabeza). Llegada la democracia
siguió haciendo lo suyo. Su oficina -repleta de libros, fotocopias y expedientes
judiciales- fue el laboratorio donde imaginó estrategias y pergeñó sus mejores
discursos (esos que captaban la atención de los jueces y les impedían dormirse
en las audiencias). Las décadas -gota a gota- comenzaron a darle la razón. Sus
querellas fueron acogidas a tramitación; hubo acusaciones; y llegaron las primeras condenas en contra de los agentes de la represión. Los familiares
de las víctimas, o los propios sobrevivientes, lo buscaron para postular a una
reparación. Él los recibió. La semilla germinó y dio frutos. Hoy, algo cansado, mira las nuevas
generaciones y abraza una esperanza: “Ahora estamos mejor preparados para
enfrentar los embates del abuso”.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
Hay gente así.. En peligro de extinción en estos tiempos donde servir al prójimo es una rareza.. Gracias Franxu
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