Caminar por Santiago el día después de la lluvia es especial. Algo del todo infrecuente. A quien vive en esta ciudad de cemento por momentos se le olvida que la lluvia existe. Pero hoy es uno de esos días para recordarlo. Ayer llovió. Y hoy Santiago amanece con la humildad del que recibe una segunda oportunidad sin merecerla. En las calles se aprecian hojas en el suelo (anaranjadas, amarillas y verdosas), rendidas y felices, como esos que por despeinados delatan haberse amado unas horas atrás. Los pastos humedecidos expelen gratos aromas y algunos malos olores, pero cuando la naturaleza regala sólo toca gozar y recibir con gratitud. Las flores callejeras destilan gotas de agua caída del cielo. Los primeros pasos que uno da al salir de su casa llevan esa reverencia del colegial que comienza escribir la primera página de un cuaderno en blanco. ¿Cuánto durará este sentido de maravilla? La mente del metropolitano de a poco vuelve a colmarse de obligaciones y el cuerpo regresa al estrés. Pese a todo, los momentos que dura esta experiencia son algo liberador. Hay quienes sí lamentan el hecho de que haya llovido. Son aquellos que no estaban preparados para resistir este fenómeno y ni contaban con que fuese a suceder en esta urbe con tendencia a la sequía. Ha de esperarse que al constatar la iniquidad social no se endurezcan más los callos espirituales del sujeto urbano. No conviene despreciar la generosidad de este obsequio de la creación (y sí que las autoridades trabajen buscando la manera de sortear mejor un próximo chaparrón). Pero hoy es tiempo de celebrar. La tierra necesitaba un refresco, el aire tenía que limpiarse y el interior de los capitalinos clamaba por un trozo de belleza verdadera.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
Me encanta la lluvia! Es como colirio para los ojos... Nos recuerda que Dios esta presente aunque no lo parezca para algunos... Eso anima!
ResponderBorrarMi querido Franz, resueno con su percepción poético - literaria en torno a la lluvia. Para quienes somos del Sur, habituados a la lluvia, recibir una lluvia capitalina es un milagro. Recuperar por un instante el color de la ciudad y olvidarnos de la niebla grisácea del smog.!
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