Arturo Prat Chacón fue abogado. Cada 21 de mayo en Chile, por él y en su honor se piensa -además del mar- en la abogacía como profesión. La muerte de Prat tiñe -sin quererlo- su condición de jurista de un dramatismo o sentido de la fatalidad que coincide con varios personajes de la literatura que, siendo estos estudiantes de derecho, o bien, abogados de profesión, vivieron vidas marcadas por la desgracia. He aquí algunos infelices ejemplos. En “Niebla”, de Miguel de Unamuno, se presenta a Augusto Pérez, un licenciado en derecho que vive atormentado por las dudas y los desamores desde que amanece hasta cuando se acuesta. Luego, Franz Kafka, abogado y doctor en derecho, regala en sus cuentos las mil razones para descreer de la ley y la justicia, al punto que la mejor moraleja kafkiana sería que uno se mantuviera siempre al margen del conflicto jurídico pues el litigio degenera en una absurda experiencia límite para quien la sufre. Por su lado, Roberto Bolaño en sus “Detectives salvajes” pinta el cuadro de un joven aprendiz de escritor que no tolera más seguir siendo un estudiante de derecho, pues, lo suyo era y sería -¡de una vez por todas!- la poesía y la suerte del poeta. En otra vereda, Charles Dickens describe en “David Copperfield” las desventuras de un muchacho que a punta de esfuerzo (y contra todos) llega a ser abogado, pero, hacia el final, dejará la profesión para oficiar más bien como escritor. Luego, el mismo Dickens, en “Historia de dos ciudades”, relata la hazaña final del desgastado y alcohólico Sydney Carton, un abogado que, por amor y respeto a la mujer de otro hombre (¡!), entrega su vida en la guillotina tomando el lugar que le hubiera correspondido, precisamente, ¡al marido de la mujer que él tanto admiraba! (Una curiosidad: cuando el viejo Carton se entrega a esa muerte violenta lo hace recordando una promesa de Jesús: “el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá”). Por su parte, el ruso Rodión Románovich Raskólnikov, personaje parido en la mente de Fédor Dostoyevski, será recordado no por sus estudios de derecho sino por la comisión del delito que sustenta la novela “Crimen y castigo”. En fin. Eso sí, el abogado que deja muy mal parado al gremio fue ese sujeto que un día llegó a convertirse en juez y, sin temor de Dios ni respeto por nadie, sufrió un colapso nervioso gracias a una viuda que él mucho despreciaba, pero que todos los días acudía al tribunal clamando para que le hiciera justicia. Con esa historia suya, registrada en el evangelio de Lucas, Jesús parece haberle dado el tiro de gracia a los juristas.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
No te olvides que Juan dice que "abogado tenemos en Jesús".
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