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Annette (niños, cuento dos)

“Es extraña” (piensa Patricio). “Su piel no es como la mía” (rumea en silencio Macarena). “Su acento es incomprensible” (dice Rodrigo para sus adentros).

“Su atención, por favor, ¡silencio! ¡S-I-L-E-N-C-I-O!”, dijo la profesora en voz alta y con firmeza. El curso se aquietó. “Ella es Annette -continuó la maestra- y desde hoy será su nueva compañera. Tiene diez años, como casi todos ustedes. Junto a su familia llevan poco tiempo aquí en nuestro país. Por favor, háganla sentir en casa. Y téngale paciencia, ya verán que muy pronto podrá comunicarse con nosotros en español. Y bien, ¿dónde quieres sentarte, Annette?”

Los estudiantes guardaban un silencio de funeral. Nadie hizo el mínimo gesto para compartir su banco de escuela con la chica recién llegada. Los segundos comenzaron a pasar y no había una sola mano levantada para indicar “aquí, profesora, que venga conmigo”.

La maestra decidió romper el hielo dando una instrucción clara: “Macarena, ten a bien hacer un espacio para que Annette vaya a sentarse a tu lado”.

La Maka, como la conocían en el curso, quedó pálida al recibir la orden. Pero, ni modo, le tocaba obedecer. Y lo hizo… (¡a regañadientes!).

Annette caminó con lentitud hasta llegar a su lado. Se miraron: Macarena con ojos de “¿y tú de dónde saliste para ser así?” y Annette, bueno, Annette sólo quería un lugar donde sentarse.

Los primeros minutos entre las dos chicas fueron tan fríos como el suelo antártico: la Maka se cuidaba hasta de no rozar con su codo el brazo de la recién llegada.

Mientras Annette hacía su mejor esfuerzo por observar los detalles de la sala y, al mismo tiempo, prestar atención a la lección que había comenzado a impartir la profesora, Macarena no dejaba de dispararle misiles mentales de grueso calibre (“¿y ésta qué comerá para ser tan flaca?”, “no, quizás no ha comido hace rato y por eso se ve así”, “¿y a qué se vino para acá si ni siquiera habla como nosotros?”).

En verdad, lo que estaba sucediendo al interior de la cabeza de la Maka, lo supiera ella o no, era la repetición de los recuerdos anidados en su memoria: cada noche, mientras ella todavía se hallaba en los últimos minutos de juegos, sus padres tenían encendida la televisión o la radio para enterarse de las noticias. Y en esos momentos, cuando la información tenía que ver con personas extranjeras que ingresaban al país buscando un lugar donde vivir, su papá disparaba a viva voz frases de rechazo y repugnancia (“¡migrantes sinvergüenzas, sólo vienen a quitarnos el trabajo!”), frases que siempre encontraban la aprobación de su mujer (“sí, mi amor, qué lamentable, ¡nos estamos llenando de afuerinos sucios y, encima, peligrosos!”). Claro, ni él ni ella eran conscientes de que cada una de esas palabras eran captadas por una atenta Macarena, quien, parecía estar tan encerrada en su propio mundo que no soltaría sus juguetes, aunque temblara la tierra.

En el recreo las cosas no fueron mejor. Si bien algunos chicos se acercaron a Annette para presentarse y enseguida comenzar a preguntarle cómo se decía en su idioma “colegio aburrido”, “profesores apestosos” y “plaga de murciélagos”, la Maka no podía ocultar su molestia. De hecho, se acercó a Patricio y a Rodrigo a ofrecerles que, si uno de ellos aceptaba compartir el banco de clases con Annette, pues entonces ella le pediría a su padre (“que tiene mucho dinero y, además, viaja siempre al extranjero y me trae todo lo que yo quiera”) que les consiguiera una camiseta de fútbol original y autografiada por Lionel Messi, Christiane Endler o Arturo Vidal. Para sus secuaces esa era una oferta demasiado buena para desecharla, y ninguno de los dos fue capaz de distinguir la fantasía de la realidad.

De vuelta en el salón de clases, la Maka simuló un terrible ataque de tos que obligó al profesor de inglés a pedirle a Annette que buscara otro sitio donde sentarse. Y como por arte de magia Patricio y Rodrigo, movidos por una buena voluntad pocas veces vista en la historia de la humanidad, se disputaban el uno al otro el privilegio de compartir su mesa con la compañera migrante.

Y así los días fueron pasando dentro de la escuela.

Annette empezó a deslumbrar por su brillante desempeño en las clases de matemáticas (“¡los números no tienen idioma!”, decía ella con alegría) y, poco a poco, por su amabilidad se fue ganando la amistad y el cariño de todos sus compañeros. Bueno, de casi todos. Aún tenía en su contra, sin jamás haber hecho algo para merecerlo, a esa trilogía de la amargura y el resentimiento compuesta por la Maka y sus siempre incondicionales Rodrigo y Patricio.

Pero, dado que la prometida camiseta autografiada no daba ni señales de estar cerca (“es que Messi se enfermó”, “la Tiane se fue de viaje” y “Vidal sólo tenía un lápiz sin tinta”), los muchachos fueron mirando con desconfianza a Macarena y, muy lentamente, como quien se deja acariciar por los rayos del sol, fueron sintiendo que las risas y los gestos de Annette eran genuinos y amistosos.

Mas no se rindieron a ella sino hasta cuando llegó el momento en que uno y otro andaban sin nada para comer en el tiempo del recreo. Annette detectó en ellos sus caras de hambre y se les acercó a regalarles la fruta, el sándwich y el refresco que su madre le había enviado ese día desde la casa.

Los chiquillos lo comieron todo. Al instante el amor les subió desde el estómago al corazón. Le dieron las muchas gracias a Annette y desde ese mismo momento se ofrecieron a ser sus protectores personales por si alguien se le acercaba a molestarla o hacerle bullying.

Así las cosas, la Maka, solitaria en su orgullo e inspirada por esas frases repetidas cada noche por sus padres, quedaba siendo la única que no cruzaba palabras con Annette. No le nacían ganas para saludarla, menos para conocerla.

Y siguió siendo así hasta una tarde cualquiera cuando, a poco rato de haber salido del colegio, Macarena caminaba como siempre hacia esa esquina donde su padre (así lo creían todos) pasaría a buscarla en un auto muy elegante, manejado por un chofer de esos que usan una gorra negra y un par de guantes blancos.

De forma casual Annette tuvo que ir por esos lados cuando de pronto vio a Macarena tratando de abordar un bus de la locomoción colectiva. En eso estaba la Maka cuando un hombre joven, aparecido como de la nada, la abordó por detrás y con mucha fuerza insistía en robarle la mochila que llevaba colgada a sus espaldas junto con ese celular que ella se empeñaba en proteger.

Anette, que veía este cuadro con claridad, advirtió que nadie se ofrecía para defender a Macarena. No lo pensó dos veces y corrió hacia ella. Con total imprudencia se expuso al peligro saltando al cuello del asaltante. Antes que este sujeto, grande y fuerte, la botara al suelo, ella alcanzó a darle un mordisco en la oreja.

Con Annette de espaldas, arrojada sobre el cemento, el ladrón llevó su mano a la oreja mordida y sintió de inmediato que la sangre fluía. Antes de escapar quiso voltearse para agredir a la niña que lo había atacado, pero ya era tarde. Habían llegado Rodrigo y Patricio (gritaban como locos ¡socorro!, ¡auxilio!, ¡policía!), dispuestos a cumplir el juramento solemne de proteger a la chica que un día les había obsequiado su merienda.

Como no pudo el ratero insistir con Macarena, quien en medio del ajetreo logró abordar el autobús y hacerse humo, no tuvo más remedio que valerse de las insolencias más groseras que sabía para ver si, al menos con palabras, podía ofender a la niña que había frustrado su asalto.

Los dos muchachos recogieron a Annette del suelo, la ayudaron a limpiarse y la escoltaron de regreso hasta la enfermería del colegio.

De camino a su casa Macarena tuvo tiempo para pensar en lo que Annette, esa chica cuya piel era de un color distinto al suyo, había hecho por ella: esa compañera nueva y venida de lejos había estado dispuesta sufrir en su lugar. “Por eso les pido permiso para invitarla mañana a compartir el almuerzo con nosotros”, dijo la Maka por la noche a sus padres.

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