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Flor (niños, cuento uno).

“¡Ay, no! ¡Lo único que me faltaba!”, se quejó Flor con voz de angustia cuando se cortó la luz en la casa de campo. “¡Este es el peor día de mi vida! ¿Por qué tuve que aceptar la invitación de mis abuelos?”, seguía lamentándose.

Y es que la pobre, a sus once años, se sentía como la niña más desdichada del universo. Se suponía que las vacaciones de verano tenían que ser un tiempo de alegría, pero aquí estaba ella, en una casa de madera, enorme, con varias habitaciones, que pudiendo ser perfecta se hallaba - ¡para su desgracia! - demasiado lejos de la ciudad, al punto que no llegaba la internet y, con eso, su nuevo teléfono inteligente, ese que sus padres le regalaron la última navidad, no servía para nada. “¿Qué voy a hacer ahora sin mis juegos, mis videos ni los chats con mis amigas?”, decía con capricho y un par de lágrimas en los ojos.

“Calma, mi pequeña, calma”, dijo su abuelo entrando donde ella estaba y llevando consigo una vela en la mano para alumbrar en la oscuridad. “Ven conmigo, Flor. La abuela nos espera en el salón. Ha puesto sobre la mesa un par de candelabros. Vamos a encenderlos para pasar una noche a la luz de las velas”, afirmó el viejo con su voz ronca.

Flor se dejó llevar por esa mano grande y arrugada que guiaba la suya mientras recorrían el largo pasillo hasta llegar donde se encontraba la abuela. “Acércate, preciosa. Ayúdame a encenderlas. Sí, tú puedes. Nada más hazlo con mucho cuidado”, la alentó la anciana mientras le entregaba una vela encendida a su nieta para que con esa fuera prendiendo las demás.

Cuando la última vela comenzó a brillar, Flor tuvo que admitir que el lugar tomaba algo de belleza, un cierto glamur que ella no se lo habría esperado. Pero de inmediato se sacudió el optimismo que había comenzado a sentir y regresó a jugar su papel de víctima.

“Dime, abuela, pero dime la verdad, ¿no es terrible acaso que, además de no tener internet, ahora ni siquiera puedo encender la televisión para no aburrirme?”, argumentaba la chica dejando en el aire la idea de que las cosas iban de mal en peor.

“Siéntate, querida”, contestó la mujer sin darse por enterada del supuesto sufrimiento de su nieta. “¿Sabes? Cuando estamos juntos con el abuelo y nos suceden estos apagones (¡que nos hunden en la oscuridad de la noche!) tenemos una tradición. Adivina cuál es…”, seguía hablando su abuela con ternura sanadora.

Flor no supo qué pensar y no tenía tiempo para andar resolviendo acertijos misteriosos. “No tengo idea”, contestó la niña con cierta rudeza y al instante se arrepintió de su falta de dulzura.

“Verás, mi pequeña Flor, en noches como éstas, cuando las velas se encienden todas, tu abuelo va directo a esa biblioteca que ves allá en ese rincón -(Flor ni cuenta se había dado de que en la casa había un lugar para los libros)- y, al azar, saca cualquiera de las obras disponibles, viene a sentarse a mi lado y entonces comienza a leer. Y lo hace hasta que regrese la luz o hasta que nos estemos quedando dormidos. Lo que suceda primero”, relató la abuela con la actitud de quien revela un secreto jamás contado.

Flor ya estaba por erupcionar como un volcán (“¡no, por favor! ¡qué lata! ¡adiós vacaciones! ¡guácala: libros aburridos!”), pero se contuvo sólo por aquella intuición que le recordó que era una visita y estaba en casa ajena. Tratando de disimular su molestia se resignó a que esa no sería su noche y se preparó para experimentar las horas más largas y desabridas desde su llegada a este planeta.

“Me rindo”, pensó, pero no lo verbalizó. “Vamos, abuelo. Muéstrame entonces cómo es que se vive una noche de velas en esta gigantesca casa de campo”, afirmó la nieta tratando esta vez de sonar algo más diplomática.

“Veamos”, dijo el anciano, “¿qué tenemos por aquí?”, y así como sin querer extrajo de entre los varios tomos de libros uno que en su portada mostraba a un viejo junto a un joven, ambos rodeados por una multitud de animales gigantes y salvajes. “Sí, eso es. Me felicito por mi elección: ‘Viaje al centro de la tierra’ de Julio Verne”, exclamó el abuelo con franco entusiasmo.

Regresó donde estaban sentadas Flor y su mujer, se aclaró la voz y entonces comenzó a leer. No pasó mucho rato cuando la niña empezó a sentirse atrapada por el relato. Cada página leída era como una llave que dentro de ella abría puertas al asombro y la maravilla. Sus oídos estaban captando con atención los detalles de la aventura. Sus ojos vivos y despiertos no dejaban de mirar al abuelo-lector con intriga y emoción. Y hasta sintió cómo se le ponía la piel de gallina cuando los protagonistas de la novela se hallaban envueltos en problemas que parecían no tener solución. El viejo notó el efecto que la lectura estaba teniendo sobre su nieta y a propósito hizo como que el sueño lo iba a vencer. “¡Despierta, tata, despierta!”, gritó Flor. “¡No seas malo, pues! No te puedes dormir ahora que la cosa se pone entretenida”, reclamó la niña.

Y así pasó gran parte de la noche. Cuando regresó la electricidad sólo la abuela dijo que prefería ir a acostarse. Flor y el veterano lector de novelas siguieron juntos hasta las dos de la madrugada. “Tata, nunca imaginé que un libro fuera tan divertido e inteligente”, acotó su nieta cuando por fin se fue también a dormir.

Al día siguiente le pidió al anciano que le leyera otros capítulos más. “Pero, Flor, esta noche sí tenemos luz y no hay necesidad de encender los candelabros, ¿para qué quieres que yo te lea?”, decía el viejo con ánimo juguetón.

“Mira, tata, no me importa”, le contestó enérgica su pequeña, “si tú no quieres leer, allá tú, ese será tu problema. Yo me quedaré aquí, sola, y con luz eléctrica o candelabros encendidos, prometo que no me iré de esta casa hasta saber cómo termina esa historia de Verne”.

El abuelo rio y sin más le entregó de nuevo ‘Viaje al centro de la tierra’. Flor se esforzó por leerlo por sí misma. No le fue nada fácil. Su costumbre era gastar las horas mirando videos y no estaba preparada para sostener un libro entre las manos. Pero la verdad era una sola: la historia la tenía cautivada. Así que lenta como tortuga, y decidida como pantera, fue de a poco masticando en silencio el sabor del relato. Cuando llegó a la última página su felicidad fue enorme. Su cara de alegría era evidente.

Al cabo de tres semanas, cuando llegaron sus padres para recogerla y llevarla de regreso a la cuidad, Flor había terminado la novela y estaba recién empezando a leer ‘La vuelta al mundo en ochenta días’ del mismo Julio Verne.

“No, tata, no te preocupes. No robaré este libro de tu biblioteca. Mira que los apagones aquí suceden con frecuencia y una de esas noches mi abuela querrá que tú le cuentes las aventuras del buen señor Phileas Fogg y del pesado ese del detective Fix”, dijo la chica al despedirse de los viejos sin percatarse que su papá no había entendido ni un comino de lo que ella había expresado. “Así me gusta”, dijo su padre confundido, “veo que incluso han llegado a desarrollar un lenguaje en clave”.

Ya en el auto, en el viaje de vuelta al departamento donde vivía con sus padres y su gato ‘Triturador’, y mientras la casa del campo con sus libros y candelabros quedaba atrás y se hacía más y más pequeña, tomó su teléfono celular (“¡aquí sí funciona!”) y cuando, estaba lista para meterse al chat a revisar los mensajes acumulados durante sus días sin internet, dudó y se frenó.

Hizo algo insospechado: apagó su móvil.

Y para su propia sorpresa se halló de pronto cerrando los ojos y activando su imaginación. Quería saber si podía volver con la mente a vivir algo de lo que Verne le había enseñado con ese viaje tan loco al centro de la tierra. Siguió con los ojos cerrados hasta cuando, sin saber cómo, estaba soñando y conversando con el mismísimo Phileas Fogg sobre cómo podían batir el récord para dar juntos la vuelta al mundo aun en menos tiempo.

 

 

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