“¿Y usted qué hace aquí?”, pregunta el alcaide desde el otro lado de la reja sin ver quién es el inoportuno visitante que golpea el timbre de esa manera. Afuera llueve. Y a ratos truena. “¡Abra de una buena vez! ¡Le he dicho que vengo a entregarme para cumplir mi condena!”. El alcaide no da crédito a lo que oyen sus oídos. No nació ayer y los milagros no ocurren en esta tierra maldita. Sabe que los condenados por los tribunales optan por la fuga con tal de preservar su libertad. “¡Váyase, hombre, váyase!”, le grita. “¿No tiene nada mejor que hacer en un día de tormenta? ¡No crea que aquí encontrará un refugio para pasar la lluvia! ¡Ésta es la cárcel, amigo, así que lárguese!”. Pero el huésped no afloja. E insiste: “¿Hasta cuándo tendré que repetirle que vengo a cumplir mi condena? ¡No me obligue a tener que presentar un reclamo en su contra!”. Eso último sí que molestó al alcaide. Está cansado de pasar tantas horas a la semana respondiendo a Santiago por reclamos infundados. “¡Está bien, está bien! Pero le advierto que esto va en serio. No estoy para ridiculeces y su imprudencia podría costarle muy caro”. Aun así, abrió las puertas. De inmediato ingresó el hombre, mojado y tiritando de frío. Ya adentro seguía repitiendo lo mismo que había gritado afuera: que venía a entregarse, que debía cumplir una condena.
- ¿Y a usted quién lo condenó?
- Eso debería saberlo usted.
- Ningún tribunal me ha informado que vendría alguien a entregarse.
- Pues, bueno, tendrá que creerme. No traigo ningún documento, pero le digo la verdad. Incluso pensé que me estaría esperando.
- ¿Esperándolo? ¿Y encima con esta lluvia? Lo que menos haría sería esperar a alguien.
Al
día siguiente sigue lloviendo. El alcaide se acerca al inesperado visitante y
le dice: “Mire, señor: por su aspecto y su lenguaje sé que se encuentra en el
lugar equivocado. Pero ya que usted empezó con este juego extraño, sepa que la
próxima semana uno de mis hombres irá a Santiago llevando el correo. Despejaremos ante mi máxima jefatura su
situación penal”. Y así pasan los días. El visitante dice su nombre, “Simeón,
igual que uno de los violentos hijos de Jacob”. Y así cautiva a sus oyentes.
Todos perciben su buen aspecto, su sentido común y lo agradable que resulta
conversar con él. Simeón recibe los alimentos con gratitud, no da ningún
problema a los guardias, es limpio y es el único que ocupa la incipiente biblioteca
carcelaria. Tres semanas después regresa desde Santiago un perplejo funcionario.
“Nada, mi alcaide. Nada. Nadie sabe nada de este señor. Me dijeron que debe ser
un loco o un rico arruinado que ahora no tiene dónde pasar las noches”. El
alcaide recibe con asombro las noticias que le envían de la capital. Y medita.
Pero es práctico y, ante todo, sabe que tener a un inocente dentro del penal
puede costarle otro sumario (¡sin contar el escándalo público!). Los días
siguen pasando. Ya no llueve más. Las flores han comenzado a brotar. “Amigo, ¿sabe?
A fin de mes vendrá el ministro de Justicia. Revisará el penal de arriba abajo.
Se meterá en cada rincón. No tengo nada que me permita justificar su presencia
en este lugar: ninguna sentencia, ningún documento, ninguna noticia, ¡nada! Lamento
decírselo, pero usted deberá salir a más tardar en las vísperas de la visita
del ministro”. El hombre, anonadado, escucha el alcaide. Alza la voz e insiste
que él sí está condenado y que la única verdad es que él debe purgar allí sus
culpas. Pero el plazo llegó y el ministro también. Así que, ni modo, bajo la
presión del alcaide la noche anterior el sujeto salió del penal, no sin antes
despedirse con un sentido abrazo de los dos gendarmes y los nueve presos que habitan
ese nicho carcelario perdido en el espacio. El ministro de Justicia recorre el
establecimiento. Le duele contemplar la pobreza del lugar, pero calla su
angustia y la reemplaza por palabras elegantes: “Señor alcaide, lo felicito por
su buen trabajo. ¡Una cárcel modelo! Siga así”. Le extiende su diestra y se
despide. “Ah, sí, casi lo olvidaba. Tome esto. Se lo envían de Santiago. Me dijeron
que usted lo estaba pidiendo desde hace mucho tiempo”. El ministro se retira
dejando el sobre en manos del jefe del penal. Cuando está solo al interior de
su pequeña oficina, despliega el papel. Frente a sus ojos el alcaide lee el nombre
completo de Simeón. Cuenta siete asesinatos.
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