Corría el 1999. Pasaba mucho
tiempo en la calle. Caminaba largas cuadras tarareando la canción de Barticciotto
“Ya nada es importante”. Me sentía un ganador: había sorteado mi examen de
derecho penal en la temporada extraordinaria de repetición. La verdad es que en
mi primer intento estuve algo confundido (“A ver, Riquelme, dígame, ¿dónde está
el dolo: en el tipo o en la culpabilidad?”, “En el tipo, pues, profesor”, “Muy
bien, Riquelme. Explíqueme eso”, “Bueno, profesor, basta verle los ojos al tipo
para darse cuenta de que es un pato malo”, “Suficiente, Riquelme, retírese”). Pese
a todo el futuro esplendor estaba a la vuelta de la esquina: unos giros más a
las manecillas del reloj y entraríamos al 2000. Hasta mi abuelita me trataba
mejor que antes. Para ella ya no era un perejil sin hoja. Me notaba más profundo
en mis ideas y maduro en mi carácter. “¿Cómo encontrarle una pestaña a lo que
nunca tuvo ojos?”, fue la frase que me escuchó decir en un almuerzo de domingo
y así, para ella, entré por fin a la adultez. Ese fue el año cuando también me
enamoré y me sentí compelido a escribir poesía. Jamás me había ocurrido. Mis primeros
versos fueron malísimos. Los que vinieron después, peores. Al final acabaron
por echarme del taller de poetas y, justo dos semanas más tarde, mi bien amada
me dejó (“tú y yo juntos como que no rimamos mucho, ¿cachay?”). Al verla con otro
escribí un poema de despecho que nunca llegó a sus manos. Lo arrugué y arrojé
al tacho, mismo lugar desde donde una traviesa compañera de curso lo rescató. Lo
leyó y quedó prendada de mí y a la vez envió el texto a un concurso. Ganó y la
premiaron con un viaje al extranjero. Partió. Allá se enamoró de un escritor de
verdad. A los meses recibí por correo su invitación a la boda. Soltero y en
Chile, postulé a un trabajo como procurador para un estudio de alta sociedad. Me
pagaban muy bien, tanto que pude independizarme, arrendar una pieza y una vez
al mes invitaba a mis padres a comer tallarines con mantequilla. Un día
desperté sabiendo que ayer había vencido un plazo fatal para presentar ante la
corte un recurso preparado por mi jefe para sostener la inocencia de un cliente
importante. La inocencia la perdimos los dos: el cliente fue a dar a la cárcel
y yo, bueno, yo regresé a la casa de mis padres. Me dediqué a terminar mis
estudios y, en gratitud, les cuidaba el gato y les regaba las plantas. Algunas
veces hasta cociné para ellos (tallarines enmantequillados). Mi último intento
con las letras fue al momento de escribir mi tesis de grado. La intitulé “Entre
el dolo y el dolor”. Entonces recibí de mi tutora una especie de elogio mal
velado: “¡Nunca había leído algo tan bien escrito y sin contenido alguno!”
Decidió aprobarme de todos modos (“Los jóvenes como tú merecen una oportunidad.
Igual es lindo soñar”). Me calificó con un cuatro pelado. Hoy, frente a la
tumba de mis vivencias, recuerdo esos años formativos. Sigo en pie. Bien lo vaticinó
Barticciotto ese 1999: hay cosas que ya no tienen importancia.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
Bello recordatorio que la carrera no suele ser ascendente, como se suele presagiar (abuela inclusive).
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