“¿Para qué me sirve la
matemática, Fabiola?”, se lamentaba Danilo. “Hay que ser bien amargado para
encontrarle belleza a las ecuaciones y a toda esa mezcla rara de números con
letras que sólo existe para hacernos infelices”, seguía quejándose ante Fabiola,
su amiga de tres cursos superiores y, por lejos, la persona que le tenía más
paciencia en todo el colegio.
“Déjame ver tus
respuestas, por favor”, le pidió la chica. “¡No!, ¿qué quieres demostrar? ¿Qué
soy un cero a la izquierda?”, respondió Danilo con su orgullo herido y sin
darse cuenta de que había usado un dicho popular que sólo tiene sentido si algo
se entiende de matemáticas.
“Está bien, está bien,
como quieras”, replicó su amiga. Y agregó: “Veo que hoy no estás de ánimo para
conversar. Quizás mañana, con aire fresco, me dejes siquiera intentar ayudarte.
Nada más déjame decirte que los números son valiosos para comprender la
naturaleza, los avances informáticos y, además, nos libran de caer en engaños”.
Los chicos bajaron del
bus en la misma parada, se despidieron y cada uno caminó el resto del trayecto hasta
llegar a sus casas.
Esa tarde, a solas y
en su habitación, Danilo se sintió enfrentado a dos dilemas. En lo inmediato,
tenía que sacar valor para contarles a sus padres que, por tercera vez
consecutiva, había fracasado en un control parcial de matemáticas. Y luego,
estaba seguro de que sus padres le preguntarían -como siempre lo hacían en
situaciones parecidas- si acaso ya había elaborado un plan de acción para salir
del pantano en el que se estaba hundiendo.
Sobre lo primero, Danilo
sabía que no servía de nada volver a mentirles a sus padres, como sí lo hizo
cuando recibió su primera reprobación (“no sé dónde estará esa prueba, papá. ¡Qué
raro! Te prometo que la dejé sobre mi escritorio. Mamá, ¿no será que por error tú
la confundiste con un papel cualquiera y la arrojaste a la basura?). Esa mentira
duró lo que se demoraron sus padres en hablar con el profesor. Entonces la
verdad salió a la luz. “Hijo, si nos mientes ahora que estás creciendo, tú
mismo irás destruyendo la confianza que quisiéramos tenerte. ¿Cómo quieres que más
adelante te prestemos las llaves del carro o te permitamos usar un poco de
dinero?”, fue todo lo que padre necesitó decirle. Danilo, dolido, aprendió la
lección.
Sobre su segundo
dilema, y aunque él no era muy bueno planificando estrategias de acción, por lo
menos de algo sí estaba seguro: se apoyaría en Fabiola.
Cuando llegó la hora
de la cena, Danilo esta vez, sin ocultar la evidencia, les exhibió a sus padres
ese tercer control parcial calificado con la peor nota que un estudiante puede
recibir. Les entregó una hoja donde a simple vista se apreciaban muchos cálculos
escritos con pasta azul junto a una multitud de correcciones rayadas con tinta
roja. Era notorio: encima de cada cálculo azul había una enorme mancha roja
anulando todo lo escrito.
“Mmm. Veo que no
dejaste pregunta sin contestar”, destacó su mamá. “Sí, pero todo lo que
respondí está mal”, contestó Danilo bajando la mirada. “Pero, por lo menos,
como decimos los amantes del fútbol, vendiste cara tu derrota, hijo mío”,
agregó su padre, tratando de hacer más llevadero el momento con una pizca de
humor. “Gracias, papá. Pero, así como voy, terminaré descendiendo a la tercera
división del campeonato nacional”, respondió su hijo siguiéndole el hilo del
lenguaje futbolero.
“Y ahora dinos, Danilo,
¿qué harás para salir de este hoyo?”, le preguntó su mamá, tal como él lo había
sospechado. “Sí, hijo -acotó el papá-, ¿hay algo que podamos hacer por ti?”.
“Mañana mismo -dijo el
muchacho- le pediré a Fabiola que me ayude. Ella sabe de mi guerra violenta contra
las matemáticas y se ha ofrecido a socorrerme. Ustedes la conocen: ella asegura
que los números son como una pista que de a poco la van guiando hacia un
apreciado tesoro escondido”.
Al día siguiente, y
apenas se encontraron en el primer recreo en el patio principal del colegio, Danilo
se dirigió a Fabiola: “amiga, gracias por tu ayuda y paciencia. Necesito
aprobar este curso. No quiero ni pensar en repetir el año”.
Ambos acordaron que
los miércoles y viernes se quedarían por una hora más en la biblioteca para
lidiar con esas ecuaciones que tantas pesadillas y dolores estomacales le
causaban al atormentado Danilo.
Fabiola resultó ser
una muy buena maestra. Con su estilo amistoso fue reconciliando a Danilo con esta
ciencia milenaria que lo obligaba a trabajar con números, símbolos y figuras
geométricas. Y se notaba que para cada encuentro la chica iba preparada y
siempre lo sorprendía con cartas bajo la manga y conejos sacados de un
sombrero.
En vez de forzar a Danilo
a descifrar una ecuación, Fabiola comenzó por abrirle los ojos: “date cuenta de
que vivimos rodeados por los números y sin ellos ¡el mundo sería un caos!”
Al comienzo Danilo no
lograba ver más allá de la punta de su nariz, pero la paciencia y alegría de
Fabiola fueron contagiosas y así, cual Sherlock Holmes, él también comenzó a
rastrear los números en cualquier lugar donde hubiera uno: en los relojes para
medir tiempo; en los calendarios para saber las fechas; en las suelas de los
zapatos para escoger la talla precisa; en los tableros de los vehículos para controlar
la velocidad; en la clave de acceso a una computadora; en el número de
cucharadas para endulzar el café; y hasta en el collar del perro por si éste
sale a pasear y no quiere regresar a la casa.
“Danilo, abre los ojos
y observa a tu alrededor: dime, ¿qué objetos puedes contar?” Y el muchacho, de
pronto, empezó a sospechar que Fabiola estaba jugando en serio: contar era tan
necesario como también toda una aventura.
Los números estaban allí
para que Danilo identificara el bus preciso que lo llevaría de regreso a su
casa (y él ya sabía por experiencia propia lo desgraciado de tomar el bus
equivocado y acabar en un lugar desconocido). Esos mismos números eran los que
permitían calcular la tabla de posiciones del campeonato nacional de fútbol y
así saber cuál sería el equipo campeón y cuál sufriría el drama del descenso. Danilo
descubrió que había números en cada gol marcado por la selección nacional; que esos
goles se convertían en puntos; y que esos puntos, sumados todos, le permitían
soñar con llegar a un mundial.
“Danilo, ¿cuántas
monedas tienes en tu bolsillo ahora mismo?”, seguía interrogándolo Fabiola. Al
instante el chico metió sus manos a sus costados y sacó todas las que encontró.
“¿Cómo puedes saber si la señora del quiosco te trató con honestidad o se
aprovechó de tu ignorancia cuando te acercaste a ella para comprarle un
sándwich de jamón con queso?”, insistía la muchacha.
“¡La vieja, perdón, la
señora sí fue honesta!”, contestó Danilo.
“A ver,
demuéstramelo”, lo desafió su amiga.
Y así estuvo él, con
sus monedas sobre la mesa, reconstruyendo el instante de la compra del
sándwich: recordó el precio, el monto del billete que él entregó y la cantidad
de monedas que la vendedora le devolvió. Todo calzaba con exactitud.
“¡Eureka, Danilo!”,
gritó una emocionada Fabiola, grito que, por cierto, le costó una llamada de
atención del bibliotecario, siempre obsesionado con el silencio dentro del
salón.
“¿Lo ves, Danilo?”,
dijo ella, ahora con voz más baja. “¿A dónde podrás escapar de los números?”,
insistía ella con una sonrisa.
Y todavía le quedaba
más: “Te los encuentras en los smartphones, junto a los nombres de las calles,
en tu cédula de identidad, en la fecha de tu cumpleaños, en las cantidades de
harina y sal necesarias para hacer el pan, en el código genético, en las reglas
de la lógica, en las leyes de la física y, ¿cuánto tiempo más me queda para
seguir recorriendo el universo?”
Por la noche, Danilo
tomó su Biblia. Buscaba en el índice algo para leer antes de dormir. Para su
sorpresa sus ojos chocaron con el libro de ‘Números’. El chico pensó que Dios
quería hacerle una broma. Lo abrió y leyó sin prisa un par de versos sueltos. Notó
que algunas cosas, muy lentamente, estaban cambiando dentro suyo.
Su oración, antes de apagar
la luz, tuvo tres puntos (“Señor, permíteme enumerarte lo que hoy tengo
en el corazón”, dijo y se rio). Y así, primero, pidió fuerzas de voluntad e
inteligencia para no reprobar el año escolar; segundo, alabó al Señor por descubrirse
viviendo dentro de un universo enorme y lleno de cálculos por resolver; y, tercero,
le agradeció por Fabiola, su amiga, pues sin ella aún se estaría preguntando
para qué diablos (“¡ups!, perdón, Señor”), para qué diantre sirven las
matemáticas.
Un cuento muy numérico. 😊
ResponderBorrarIncreíble como resistimos lo que no entendemos. Gracias por esas personas que nos ayudan a botar nuestra resistencia solo por no entender lo que se resiste.
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