Leopoldo conoció a Nibaldo el mismo día cuando Archibaldo y Arnoldo se hicieron amigos. Nibaldo era yunta de Archibaldo, de modo que al poco rato Leopoldo también lo era de Arnoldo. Días después se les sumó Aldo, pero a éste le costó más ingresar al grupo. Le cuestionaron lo breve de su nombre, como que a éste algo le faltaba. Pero al final, como igual terminaba con las tres últimas letras de los demás, entró. Los cinco chiquillos eran unos pícaros. En sus clases de literatura escribían composiciones sobre profesores raptados por marcianos y sometidos a duros apremios más allá del sol (Leopoldo y Nibaldo). En artes, pintaban cuadros sobre inodoros que estallaban con violencia justo para el examen de matemáticas, forzando a todos a evacuar al colegio en medio de litros y kilos de desechos humanos (Archibaldo y Arnoldo). Y el profesor de deportes jamás olvidará el día cuando los llevó a trotar cerca de las faldas del cerro y no supo más de Aldo hasta que por la noche, el veloz corredor, fue hallado por Carabineros en una sanguchería de otra comuna vecina. Cuando cursaban el último año de media armaron un partido (de ideas político-tropicales-proleta-burguesas), cuya sigla (LDO) abreviaba una trilogía de ideales dispersos: liberación y dación omnicomprensivas. Con esos pensamientos en la cabeza y un diccionario en las manos, postularon al centro de alumnos. Hicieron promesas y hablaron bonito. Arrasaron en las urnas, pese a que nadie comprendió el contenido del programa que propusieron. La mañana del triunfo Aldo pronunció un discurso que hizo arder las galerías en gritos y aplausos, aunque ningún compañero fue capaz de explicarle a otro qué había dicho el nuevo presidente dentro del mar de palabras: “Hoy, vale decir, en este día, nos adentramos al futuro, esto es, en aquello que está por venir y que ha de suceder con el tiempo, enraizados sobre las premisas sentadas en el pasado, a saber, en aquel tiempo ido que le concede a nuestras acciones, procesos y estados un sustrato rico en fundamentos, razones y motivos para anhelar aun más de aquello que sabemos es bueno”. Con ese debut se granjeó fama de orador y varias chicas lo rodearon para mirarlo directo a los ojos cuando bajó del estrado. Durante sus meses de gobierno escolar pusieron música alegre en los recreos, abogaron por la mantequilla en vez de la margarina, sobornaron a la nutricionista para que al chocolate caliente le agregara una cucharada de café en polvo, plantaron un manzano en el centro del patio y para el invierno, junto a las sopaipillas, traficaron docenas de arepas con queso y jamón. Al egresar del cuarto medio nadie más supo de ellos. Se los tragó la tierra. Sin embargo, circulan unos rumores que hablan de que aún se reúnen para comer completos y afirman que pronto emergerán de la clandestinidad.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
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