Kan Hu Tho no era chino,
coreano ni japonés. Lejos de eso, era un chilenito picarón. Un día optó por ir
a probar suerte a Laicolandia. Pretendía allá dialogar con alguien sobre el
origen del universo. Apenas llegó sufrió una desilusión. Nadie le siguió la
corriente y lo dejaron hablando solo. En rebeldía optó por vestirse con un
traje de camuflaje y salir por las noches a colgar lienzos en distintos puntos
de la ciudad. Su mensaje subversivo era, a la letra, בראשית 1:1. Sus letreros
duraban pocas horas. Al amanecer la policía municipal los hacía desaparecer.
Pero él no se rendía. Reincidía en su conducta. Pese al tenaz esfuerzo de las
autoridades por erradicar tan peculiares avisos, hubo quienes, con los primeros
rayos de luz solar, los alcanzaron a leer. A esos se les abrió la curiosidad
por saber más. Investigaron. Y entonces comenzaron a suceder ciertas cosas que
aun hoy son materia de sendos sumarios administrativos y penales. La evidencia recopilada
hasta aquí da cuenta de que aquellos laiconlenses que recibieron el mensaje
comenzaron a sufrir incontrolables arrebatos de alegría (no importaba el lugar
ni la hora del día, sencillamente empezaban por sonreír y acababan echándose unas
buenas risas liberadoras). De otros se dicen que optando por el silencio se les
ha visto salir por las noches a las plazas o campos abiertos para alzar la
vista al cielo y contemplar con un renovado sentido de maravilla la luna y las
estrellas. Y otros más -según se afirma en extensos reportes de cientos de
fojas- empezaron a conectar mediante neurotransmisores los axones de sus
neuronas con las dendritas de otras cercanas en aquello que los biólogos locales
denominaron sinapsis. Estos últimos, a diferencia de los anteriores, iban también
a las mismas plazas, pero en horas de luz de día, y lo hacían para pensar en
voz alta e interrogar a quien tuviera oídos para oír. Un día los enigmáticos
carteles dejaron de aparecer. De Kan Hu Tho no se supo nada más. Eso sí, una
señora que iba muy temprano a su trabajo un lunes por la mañana cuenta haberse hallado
con el que terminó siendo el último lienzo del que se tiene conocimiento
cierto. De acuerdo con el relato de la dama en ese trozo de tela final se había
pintado una leyenda que a la letra decía Αποκάλυψη 21:5.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
Me encantó el cuento: relacional, para pensar, actualizar y reafirmar palabras fieles y verdaderas.
ResponderBorrarHE said to me, “Write this down, for what I tell you is trustworthy and true.”
ResponderBorrarGracias a Dios por Google, pero más gracias a Dios por no estar en silencio.
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