De seguro usted me conoce por aquella historia rusa. Sí, la
misma con la que Antón Chejov jugó con mis sentimientos. Tal cual. Él intituló
su obra “La dama del perrito” y al final resultó ser sólo una publicidad
engañosa: los focos se pusieron sobre ella -la dama- y a mí me dejaron, como
siempre, sometido a los pies de mi dueña. Encima, nunca me gustó que el autor me
llamara con un diminutivo: “perrito”. ¡Habrase visto! Ser perro es mi esencia;
el tamaño no importa. Pero a Chejov ya lo he perdonado. De veras que no le
guardo rencor. Ahora estoy viejo y sé que pronto habré de partir. Por eso, antes
de morir, además de estar en paz con todos, me urge también contar lo que en
realidad sucedió aquel verano en Yalta. Seré subjetivo y parcial. No pretendo
ser un testigo aséptico de los hechos. Vea usted: mi dueña era una mujer
atractiva y desde que me adoptó como su mascota pude percibir cómo los hombres,
aun sabiendo que en uno de sus finos dedos lucía un pacto de matrimonio, buscaban
seducirla. Recuerdo flores, chocolates, poemas, perfumes e invitaciones a cenar.
Así que ese petimetre de Dmitri Gúrov era uno más en una larga lista de
pretendientes fugaces. Aunque admito que éste fue más tenaz en su porfía que
muchos otros. Apenas lo vi supe que miraba a mi ama con codicia y, antes
siquiera de tocarle un solo cabello, era notorio que ya había adulterado con
ella en su corazón. Traté de advertírselo a mi señora, pero no funcionó. Ella se
dejó encantar por la verborrea del moscovita. Por mí le hubiera ladrado a todo
pulmón; le habría mordido una pierna; o incluso pude haberle orinado uno de sus
elegantes zapatos. Pero los humores que expelía la piel de mi dueña no eran de
rechazo hacia él, sino más bien lo contrario. No tuve más chance, entonces, que
asumir el papel del perrito juguetón. Y bueno, acabé siendo lo que Chejov tuvo
en su mente creadora cuando me imaginó: un puente -un mero recurso literario- para
conectar a dos almas casadas, pero solitarias e insatisfechas. Hubieran bastado
unas pocas páginas de Anna Karenina o de Madame Bovary para saber que este
romance nacía malogrado e iba hacia la nada. Pero mi ama no estaba para gastarse
las vacaciones leyendo novelas. Era intensa y, abiertas las compuertas de sus
sentidos, nada la iba a detener. ¿Y él? Él se limitó a aprovechar el momento:
sin culpas ni cargos de conciencia. La fidelidad no era su marca registrada y
no sabía de pecados ni confesiones. En cambio, mi ama, ¡ay!, ¡esa mujer sí que supo
lo que era sufrir el tormento de incurrir en el engaño! La vi llorar y revolcar
su cabeza sobre la almohada. De noche en el hotel, encerrada en su habitación, iba
y venía encendiendo las luces, ¡era incapaz de cerrar sus ojos para descansar! Yo
la contemplaba, entristecido, desde mi rincón. Sus angustias me desgarraron. Como
su animal que soy busqué alegrar sus días y secarle algunas lágrimas, pero su
espíritu estaba triturado. Cuando la vi despedirse de aquel hombre pensé que ella
hacía bien (¡la felicito, señora!), mas -lo reconozco- en el fondo supe que lo
seguiría esperando. En mi perra existencia -y lo juro por mis cuatro patas- sigo
sin comprender por qué los mortales cometen el error de enamorarse de la
persona equivocada. Ay, Señor, icuán frágil es el ser humano! ¡Cuán pocos sus
días y cuán atribulados!
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
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