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Reptil

Soy un lagarto. ¿Mi nombre? No tiene importancia. Aquí el protagonista es otro. Nací en estas arenas -ardientes por el sol- un día que sólo mis padres recuerdan. Sus patas y las de mis ancestros han recorrido estas tierras secas y sin gloria. Y lo mismo hacen ahora mis hijos, y mañana mis nietos. Estos rincones del universo son testigos diarios del vacío y el silencio. Pero ahora que usted me lo pregunta, sí, una vez, ocurrió algo insólito. Sublime, si me lo permite. Mire, él no era el primer humano que yo había visto. En su cara no advertí nada especial. Al comienzo me impresionó como un hombre sin atractivo para ser deseado. Pasaron los días y él seguía dando vueltas por aquí: uno, tres, nueve, quince y así siguió hasta cumplir cuarenta. ¿Que cómo es que lo sé? Porque los conté uno por uno con paciencia de lagarto. Retengo todavía algunas de las palabras que él escribía en la arena. Entre dibujos y rayones distinguí cosas alusivas a un reino. Sí, una vez pasó muy cerca de mí, al punto que casi rocé la correa de su sandalia izquierda. Pero mi instinto animal me frenó de llegar a tocarlo: me supe indigno de ese honor. Despertó mi curiosidad y empecé a seguirle fuera donde fuera. Lo vi caminar, cantar y agotarse y, en una noche de frío, lo escuché llamar a alguien mientras miraba las estrellas del cielo. ¿Que a quién llamaba me pregunta? A su papá. Sí, ya me apuro por terminar. Disculpe. Sé que me voy por las ramas (algo muy propio de mi naturaleza). En un momento de mi reptil existencia del orden de los saurios todo este lugar se cubrió de tinieblas. Mi sangre fría me ayudó a mantener la calma. En medio de tamaña oscuridad el hombre seguía al centro, solitario, único. No, no lo vi temblar de miedo, nada más de lo helado del aire que lo golpeaba por delante y detrás. Un fuego macabro se le acercó hasta casi tocarle el rostro. Por entre esas llamas infernales una voz gutural le preguntó primero si quería comer un trozo de pan para paliar el hambre que le hacía rugir las tripas. Luego, le consultó si su corazón de hijo no le estaba doliendo por la ausencia de un padre que lo trataba como huérfano. Al final, le hizo una oferta: si se ponía de rodillas ante la hoguera ardiente recibiría como premio las llaves del éxito. El hombre resentía cada ataque como un luchador a punto de caer. Pero lo vi sacar fuerzas para recitar de memoria unas palabras eternas que de seguro aprendió cuando niño. Y la tercera fue la vencida. La luz irrumpió y, con ella, un ejército de seres resplandecientes que venían a levantar del suelo a este gladiador de la verdad. ¿Que cómo me consta? Porque estuve a sus pies cuando se levantó como un renuevo, como raíz en tierra de secano. Al irse de aquí se volvió por un instante y fijó su mirada en mis ojos. Entonces contemplé a mi Hacedor.  

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