Éramos primerizos, pero no por eso íbamos a rendirnos. Nuestra
escuela fueron tres películas en blanco y negro y un par de novelas prestadas que
nunca devolvimos. Apenas salí de la joyería con el botín en las manos comprendí
que algo andaba mal. “¡Súbete!, ¡cambio de planes!”, gritaste con elegancia sin
perder el control del volante. Y allí estábamos: dos novatos en el crimen
desorganizado a bordo de una recién robada carroza fúnebre. De pronto por el
retrovisor me percaté de una larga fila de automóviles que nos seguían fuera donde
fuéramos. “¡Sí, amor, es el cortejo! ¡Pero mantén la calma: ya verás como los
pierdo!”, decías otra vez, con la izquierda en el volante y la diestra sobre la
palanca de cambios. Pisaste el acelerador a fondo y la aguja del tablero llegó
a marcar 150. ¡Habrase visto cómo corría esa hilera de automóviles tratando de
perseguir al finado! Pensé que el muerto que trasportábamos tuvo que ser en
vida alguien muy importante porque hasta una patrulla de carabineros -con luces
y sirenas- empezó a seguirnos. “¡Entrégales el cadáver, amor! ¡Con eso se quedarán
tranquilos por unos minutos!”, me ordenaste con voz de mando. “¡¿Qué dices?!”,
pregunté escandalizado. “¡Lo que oyes, vida mía, y hazlo ya!”, remachaste con esa
mirada de fuego que se te escapaba del pasamontaña. No supe cómo sucedió, pero
de pronto estuve allí: abriendo la puerta de la carroza y arrastrando con todas
mis fuerzas al pesado féretro. Y lo logré. Empujando con ambas piernas acabé
expulsando el cajón de madera caoba. Salió hecho un misil. Rebotó, rodó y
terminó eyectando su contenido por los aires. “¡Bien hecho, mi cielo!”, afirmaste
con ternura. Misión cumplida: el caos que se produjo en la avenida abrió un
espacio de tiempo suficiente para emprender la fuga por callejuelas
desconocidas. Antes de salir de la carroza te quitaste la capucha negra y,
mascando tu chicle, me invitaste a la pasión. Fundimos nuestros labios y nos
regalamos el uno al otro con locura y temblor. Inflamos juntos un globo con esa
goma de mascar desabrida que mantenías en tu boca. Se nos reventó en plena cara
justo cuando los cielos se abrieron y vimos la gloria. A los segundos estábamos
vistiéndonos de nuevo y corriendo a refugiarnos en algún boliche de mala
muerte. Abrimos el tesoro: anillos, aretes, pulseras y collares. Algo de oro y mucho
de plata. “¡Yupi! ¡Diez de diez, amor mío!”, dijiste con alegría y despeinada, “¡Con
lo que resulte de la venta podremos cubrir el cheque de mañana!”
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
Comentarios
Publicar un comentario