“¡Hola, Nacho!”, es el título de un programa radial. Se
transmite cada semana por una onda corta de radiodifusión de la comuna donde
Nacho nació, creció y hoy envejece. Lo produce el mismo Nacho, quien gusta
hablar de sí en tercera persona. “Esta semana Nacho se pregunta”, dice él para comenzar
cada capítulo y así se larga con la interrogación del momento. No tiene más
libreto que su memoria y los temas que aborda los encuentra botados en las
veredas de lo cotidiano. Se esfuerza por ser honesto y espera de sus invitados igual
grado de sinceridad. Debutó con “Nacho y los niños huachos” y su primera invitada
fue su madre, todavía viva. Ella contó a corazón abierto cómo fue criar a sus
hijos sola sin estudios formales ni contratos laborales. “Gracias, mamá”, dijo
Nacho al terminar el programa con su voz ahogada. En plena pandemia se lanzó
con “Nacho y el bicho”, oportunidad cuando una amiga suya, enfermera del centro
de salud más cercano a su casa, cuestionó la frivolidad de las redes sociales
para abordar el Covid-19. Siguió con un bullado “Nacho se pregunta por qué hay tanto canuto lacho”. Su invitado fue un pastor evangélico que reflexionó
sobre la fidelidad y el adulterio. Vinieron después algunos inolvidables como “Nacho
y los machos” (entrevistó a una vecina feminista que disertó sobre la deconstrucción
del patriarcado); “Nacho y lo trucho” (invitó a un pescador artesanal que se
lamentó de la suciedad de la ley de pesca); y “Nacho y los changos” (quería
conversar sobre los pueblos precolombinos junto a un profesor de historia). Una vez sorprendió con “Nacho, ¡mira qué caracho!” (le prestó oreja a una abuela estafada por su abogado que ahora no sabía quién podría defenderla). Con
miras al plebiscito constitucional de septiembre organizó dos programas
especiales: “Nacho, ¿soy facho si voto Rechazo?” y “Nacho, si marco Apruebo
¿soy comunacho?”. Tuvo sendos exponentes que hicieron gala de conocimiento,
lógica y retórica. Ahora, pensando en las fiestas patrias se halla craneando su
“Nacho entre chichas y chupilcas”. Pero dice que todavía le falta un invitado interesado
en dialogar sobre los goces y peligros de Baco en el cerebro humano.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
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