“¡No le pienso pagar un peso, señor abogado!” – grita el
cliente. “¿Qué dice, caballero?” – replica su defensor letrado. “Lo que oye. Y
no se me haga el sordo. Mire, usted no me va a engañar ni me prestaré para sus
martingalas. Estuve sentado al lado suyo (¡y muy atento!) durante la audiencia.
¿Y sabe qué? Apenas lo escuché mencionar un sólo artículo. ¿Se da cuenta,
abogado? ¡Un mísero y único artículo! Y encima lo repitió de memoria, como
loro, con cero emoción. ¡Si supiera los extensos poemas que mis nietos son
capaces de recitar! Esos sí que le ponen a uno la piel de gallina. En cambio,
usted, en menos de 30 segundos dijo un par de jerigonzas y ahora pretende
cobrarme por eso. ¡Ah! Y eso no es todo, abogado. ¡No, no, no! No permitiré que
ofenda mi inteligencia: tengo clarito que el tribunal pronunció una sola
palabra: “Absolución”. ¿Lo ve? ¡El juez dijo apenas una palabra! ¡No sea zorro,
señor defensor! ¡Una sola palabra! Tal cual: como quien dice, así nomás por
ser, “alcachofa”, “dinosaurio”, “arbolito”. ¡Fácil, simple, sencillo! ¡Así
cualquiera lo hace!”. El jurista mira el techo de su oficina, aturdido. Le
cuesta discernir si esto es real o ha comenzado a sufrir una alucinación. Pero
el cliente sí está ahí, frente a él. Ahora se levanta, molesto, indignado. Y
por última vez espeta desde la puerta del despacho: “Ni un peso, abogado. ¡Ni
un peso! No le pagaré por repetir un ridículo artículo y menos porque sé que la
sentencia salió al instante, como por un tubo. Celia Cruz tenía razón: a los
hombres como usted hay que meterlos en una olla para que se
cocinen en su vino. ¡Sin vergüenza!”. Entonces, haciendo uso de su recién
recuperada libertad ambulatoria tras largos meses de prisión preventiva, el
cliente se larga de la oficina sin dejar rastro alguno.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
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