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Marrullero

“¡No le pienso pagar un peso, señor abogado!” – grita el cliente. “¿Qué dice, caballero?” – replica su defensor letrado. “Lo que oye. Y no se me haga el sordo. Mire, usted no me va a engañar ni me prestaré para sus martingalas. Estuve sentado al lado suyo (¡y muy atento!) durante la audiencia. ¿Y sabe qué? Apenas lo escuché mencionar un sólo artículo. ¿Se da cuenta, abogado? ¡Un mísero y único artículo! Y encima lo repitió de memoria, como loro, con cero emoción. ¡Si supiera los extensos poemas que mis nietos son capaces de recitar! Esos sí que le ponen a uno la piel de gallina. En cambio, usted, en menos de 30 segundos dijo un par de jerigonzas y ahora pretende cobrarme por eso. ¡Ah! Y eso no es todo, abogado. ¡No, no, no! No permitiré que ofenda mi inteligencia: tengo clarito que el tribunal pronunció una sola palabra: “Absolución”. ¿Lo ve? ¡El juez dijo apenas una palabra! ¡No sea zorro, señor defensor! ¡Una sola palabra! Tal cual: como quien dice, así nomás por ser, “alcachofa”, “dinosaurio”, “arbolito”. ¡Fácil, simple, sencillo! ¡Así cualquiera lo hace!”. El jurista mira el techo de su oficina, aturdido. Le cuesta discernir si esto es real o ha comenzado a sufrir una alucinación. Pero el cliente sí está ahí, frente a él. Ahora se levanta, molesto, indignado. Y por última vez espeta desde la puerta del despacho: “Ni un peso, abogado. ¡Ni un peso! No le pagaré por repetir un ridículo artículo y menos porque sé que la sentencia salió al instante, como por un tubo. Celia Cruz tenía razón: a los hombres como usted hay que meterlos en una olla para que se cocinen en su vino. ¡Sin vergüenza!”. Entonces, haciendo uso de su recién recuperada libertad ambulatoria tras largos meses de prisión preventiva, el cliente se larga de la oficina sin dejar rastro alguno. 

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