Se emociona tanto con el mouse que recién ha comprado en la
tienda, que abre la pequeña caja con alegría y usando unas enormes tijeras cartoneras.
En eso, una de las afiladas hojas corta el cable del nuevo dispositivo
electrónico. Ay, qué lata. Y se veía tan lindo. Ni modo: acabará el resto de la
redacción del documento valiéndose nada más que de la destreza de sus dedos. Lo
importante es llegar a tiempo a la oficina y entregar el reporte. Cuando termina,
va a imprimir el informe y se percata que el cartucho de tinta está casi vacío.
Le alcanza sólo para las primeras páginas. Resta todavía imprimir una enormidad
de gráficos y cuadros estadísticos. Ni qué hacerle: llamará a la oficina para
que alguien lo imprima mientras va de camino para allá. Lo esencial es estar
presente y dar la cara. Sale a la calle. ¡Qué suerte! Allí está el colectivo,
con su chofer llamando a viva voz a los últimos pasajeros. Se irá en cuestión de
segundos. Corre, se acelera su corazón y su frente suda. Las puertas se cierran
tras el ingreso de los atrasados que abordan en los instantes finales. Y el vehículo
arranca. Se queda abajo, viendo la estela de polvo. No importa: puede correr; y
si se cansa, puede caminar. Lo importante es mantenerse en movimiento y no detenerse.
Echa a andar. En un desnivel generado entre calle y vereda se tuerce el pie
izquierdo. ¡Auch! No importa: tiene todavía el pie derecho en óptimas
condiciones y, además, puede ganarle un juicio millonario al municipio por tamaña
falta de servicio. Se reanima y saca más fuerzas. Acaricia su pie lesionado,
toma aire y comienza a saltar. Y así, como un canguro al que acaban de dispararle
un dardo, o como un ángel que ha perdido una de sus alas al cruzar la
estratósfera, se dispone, a medio morir saltando, a llegar a la oficina. Y lo
logra. Sí, lo logra. Allí está. En la entrada del edificio el conserje le
regala un amable saludo. Y de paso, el gentil hombre le advierte que tenga
cuidado, pues el piso todavía está húmedo. Es tarde: ya hay un cuerpo que yace
tendido en el suelo junto un par de ojos turnios que miran directo hacia el
techo. Pero, no importa. Sonríe porque aún conserva la conciencia y la memoria.
Sabe que está muy cerca de su oficina, sí, ¡cada vez la distancia es menor!
Suena su celular. Es la secretaria. Lo activa. “Carito, tranquila. Se suspendió
la reunión para la próxima semana. Los chinos tuvieron problemas para
conectarse al Zoom”. Silencio. Y más silencio. Luego, estalla en carcajadas, al
punto de llorar. Los transeúntes piensan que lamenta su caída. Nada: ella está plena,
gozando del sosiego del deber cumplido.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
Comentarios
Publicar un comentario