Ir al contenido principal

Rechazo

Curioso por el título del curso, me matriculé en él. “Educación de la inteligencia” se llamaba la materia. La iba a dictar una profesora de visita en la facultad. No me atreví a reconocerle a nadie que iba a cursarlo. Mi discreción y disimulo fueron absolutos. Además, mi motivación nada tenía que ver con expandir las fronteras del conocimiento. Lejos de eso, yo sólo era presa de una íntima hipótesis que me obsesionaba. Antes había intentado verificarla yendo a los pubs, escribiendo poesía, caminando largos kilómetros, contemplando los gorriones que anidan en Santiago, leyendo una que otra novela prestada que nunca devolví, conversando con los viejos y jugando con mis sobrinos. Pero nada funcionó. No veía la luz. Al revés: como que el dilema se expandía dentro de mí hasta sofocarme. Por eso asistí al curso con tantas ganas. El primer día llegué con mi lápiz de tinta azul y mi cuaderno de 150 hojas en blanco. Me senté al final de la sala. No alcé la mano para responder porqué estaba allí. Dejé que mis compañeros hablaran sobre la ciencia, el saber, el poder de la técnica y el potencial del cerebro humano. Por fin empezó la cátedra. Clase a clase la profesora fue sentando los pilares de mi convicción. Con gracia ella impartía sus verdades: observemos bien; cultivemos la memoria; disciplinemos la imaginación; y desconfiemos de los impulsos de la sensibilidad haciendo que el juicio diga la última palabra. Al final del trimestre comprendí todo. La evidencia era indesmentible: desde hace siete años mis miradas apuntan a ti de forma exclusiva; mis recuerdos están colmados de tu presencia; mis fantasías florecen cuando te cruzas por delante; y mi racionalidad se encamina al sonar de tu voz. En la última clase, después del examen, pasé a despedirme de la maestra. Le agradecí por su enseñanza. “De veras, señora: ¡gracias!”, le sinceré y hasta quise abrazarla. Había aprendido lo necesario para conjurar al fantasma que me atormentaba. Sí, estaba enamorado. Eso era. A la mañana siguiente te declararía mi amor. Dijiste que no. Me dolió.

 

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Bilingüismo

Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son

Profana natividad

* “No lo niegues. Eres como yo. Se te nota”, afirmó Elizabeth. A Marianne, la joven haitiana recién llegada al equipo de limpieza, esas palabras la sorprendieron. “Ayer te vi haciéndolo”, continuó Elizabeth. “Tú ni cuenta te diste. Pensabas que estabas sola, que serías la última en retirarte. Encima dejaste la puerta semiabierta. Y yo justo pasé por allí. Entonces vi que la tenías en tus manos. Me quedé quieta, en silencio. Por la ternura de tus dedos al tocarla supe de inmediato que eso nacía de un corazón ardiente. Me gustó verte así. Me dije: ‘mañana le hablaré’. Más de alguna ocasión también lo hice por aquí mismo. Una vez lo intenté en un vagón del metro, pero alguien me advirtió que se veía como un acto de provocación. Entonces opté por el secreto. A solas. O en mi habitación o, a lo sumo, en los baños. Ayer te vi y te reconocí enseguida. Tú eres como yo”.   * Marianne dejó Puerto Príncipe hace pocos meses. Primero emigraron sus vecinas, luego sus primas y, por último, su

L (ele)

Se acostó como Álvaro. Y despertó como Avaro. Tratándose apenas de una sola letra, no le dio importancia. (¿Acaso no vivía en un país donde los nativos devoraban con impunidad ciertas letras? Había sido el caso de la ‘s’. Creció convencido que después del uno venía el do’ y a continuación el tre’. Total, así contaban papá y mamá y él aprendió los números en su casa). Pero con el paso de los días la ausencia de esa ‘l’ se hizo notar. Con ella se fue la liberalidad. Ya no quiso distribuir más sus bienes. Si no había recompensa por lo que daba, mejor que no contaran con él. Comenzó por ocultar su sonrisa, pues no había motivo para regalarla en la calle. Luego optó por escatimar el tiempo invertido con sus amigos (y, a corto andar, advirtió que su cantidad de compadres era un derroche que debía corregirse mediante la austeridad de los afectos). Acabó, por fin, reservando para sí lo que antes gastaba en su enamorada (miradas, caricias, besos y escucha). “¿Qué te pasa, cariño?”, le preguntó