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Alegato

Ayer alegué por primera vez ante una Corte. Y hoy desperté sintiéndome como ese único gladiador que sobrevivió a un combate feroz. Es que me lancé con lo que tenía a mano. Llevo tres meses de práctica profesional y hasta aquí sólo veo problemas sin solución. Mi tutor me dio apoyo moral y hasta prometió que iba a orar al Señor por mí. Pero no me dio una sola idea ni me dijo siquiera a qué hora presentarme. “Llegó muy temprano, joven” – me señaló el gendarme al verme a las seis y cuarto de la mañana parado frente al pórtico principal. No supe qué responderle. Le sonreí. Mi única preparación fue haber ido la semana pasada como acompañante de Federico Soto, quien alegaba por segunda vez y se autoproclamaba un experto en la materia. Error: Soto me pareció el perfecto modelo de todo lo yo no estaba dispuesto a hacer cuando llegara mi momento. Empecé mi disertación apenas la presidenta me dio la palabra. Quise servirme un vaso de agua, pero el jarrón me resultó demasiado pesado para levantarlo con una sola mano. Ni modo: con la lengua seca, nomás. En mi nerviosismo confundí las hojas que preferí no corchetear. De pronto me hallé dando por sentado conclusiones que nunca expliqué. Reculé. Hacia el final intenté ser profundo y dejar en el aire una idea que golpeara la conciencia de los ministros. Busqué entre mis archivos mentales algo de Cervantes, Borges o Vargas Llosa. Fracaso. (“Disculpe, Señoría, se me cayó el sistema”). Acabé citando al trovador de Guatemala. Noté perplejidad en la cara de la relatora. Volví a recular. Hice un segundo intento por levantar el desgraciado jarro de agua, pero ahora me pareció incluso más pesado que antes. Sentí que los segundos se me iban y aún no estaba alcanzando a rozar mi pretensión final. Me apuré. Por fin llegué. Declamé entonces con la misma solemnidad demostrada en un acto cívico del colegio cuando me pedían cantar el himno nacional: “por lo tanto pido, a Su Señoría, revocar la resolución impugnada y, en su lugar, concederme una copia autorizada de la única foja que le falta a mi expediente”. Y, tal como Federico me enseñó, con elegancia y estilo me mordí la lengua para no decir: “¡amén!”

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