Ruperto abre su Biblia (una Reina Valera, de tapas
negras, edición del 1960). Lee el Salmo 23 ante su congregación carcelaria. Los
suyos son unos sermones que impactan incluso a los reos más duros. Hasta los
rematados a presidio perpetuo lo escuchan con atención, aunque no le digan amén
a cada rato. Dios ha usado la ignorancia idiomática de este maestro autodidacta
para generar unas prédicas maravillosas dentro del penal. Hoy Ruperto proclama
a viva voz el milenario salmo del buen pastor: “tu vara y tu cayado me infunden
aliento”. Ahora reflexiona con tono profundo: “hermanos, ¡cáchense qué grande y
pulento es nuestro Señor! ¡El tiene una vara y un caya’o! A ver, vó’h, Cara’e Choclo,
dime, ¿qué pensay con eso de la vara?”. El condenado recién emplazado
se cranea unos segundos y luego contesta: “Yo cacho que esa cuestión de la vara
tiene que ver con poder, con autoridá”. Ruperto, satisfecho con la respuesta
de su oveja, exclama: “¡Maravilloso!” Y acto seguido, mirando a otro
sentenciado -uno que mandó al más allá a tres humanos el mismo día con sendas
puñaladas- le pregunta: “Oye, tú, ángel caído, dime esto: ¿qué creí’ que
significa eso del caya’o?”. El sujeto baja la vista, se mira los pies por largo
rato y después, con voz gutural, responde: “Yo cacho que a Dios a veces le
gusta pasar piola, hablar poco, o sea, fíjate tú, como que el Señor se queda
calla’o pa’ puro ver cómo van a reaccionar sus cachorros”. Ruperto oye con
respeto. Pasan los segundos. No vuela ni una mosca. Por fin exclama: “¡Maravilloso!
¡Eso es! ¡Le achuntaste medio a medio, ca’ezón! Tar cual, nomá: la pura verdá.
Sí, Dios a veces guarda silencio. Pero estar calla’o no le quita su poder. ¡Dios
no necesita gritar pa´ bendecir! ¿Cuántos dicen amén?” Y todos a una, incluso
los presidiarios perpetuos, le regalan ese amén con que Ruperto cierra el
sermón. En el patio, algo más tarde, se aprecia a los feligreses caminando a
solas, callados y contentos, todos disfrutando del silencio del Señor,
tal como Ruperto les ha enseñado esta mañana.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
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