Ir al contenido principal

Eutico

“Soñador”, así es como suelo presentarme. No, no por aspirar a grandes ideales. Nada que ver. Suelo quedarme dormido (y hasta roncar) en los lugares más inadecuados. Esa es la firme. Historias tengo varias, pero ahora les contaré una sola, la más extrema (una que incluso me llevó a ese sueño del cual los mortales jamás regresan). Aquí les voy. Esclavizado -como se vivía en esos años- un día tuve una jornada brutal: trabajo sin pausa, cuerpo adolorido y mucha hambre. Antes que Marx con su Manifiesto y mucho antes que los tratados internacionales, la OIT y todo eso, yo trabajaba los campos de sol a sol. Y ese día puntual fue intenso. Primero, sacos en la espalda de aquí para allá. Después, chuzo entre las manos y a cavar, cavar y cavar. Un hoyo, otro hoyo, uno más y otro más. En cuestión de una hora el suelo estaba perforado a puro músculo. Casi sin fuerzas, mi única motivación para salvar el día era ese permiso que conseguí por la mañana para reunirme con los discípulos del Mesías. Soy nuevo en esto, pero con lo poco que conozco estoy contento. Quería estar con ellos, sentir calor, reír un rato y en especial disfrutar de la cena. “¡Vamos! ¡Falta poco! ¡Resiste, hombre!” me decía para animarme bajo el sol ardiente de Troas. Al atardecer, y con la venia del patrón, eché a andar. Iba a la reunión saltando y silbando (hediondo y sudado, pero también ilusionado, hambriento y necesitado de una renovación). No contaba, eso sí, con que justo ese día había una visita especial. Le llamaban Pablo a uno que años atrás se le conocía como Saulo y, según cuentan las viejas, antes fue malo como la maldad misma. El ahora Pablo hablaba bien. Me gustó. Bonito, profundo, auténtico. Pero a mi amigo como que se le pasó la mano: ¡alargó su discurso más de lo que yo podía soportar! Y para mi desgracia mientras él no terminara de hablar, no probaríamos siquiera una mísera aceituna. De pronto me empezó a faltar el aire. El espacio estaba hacinado y, para colmo, las muchas lámparas ardían quemando el poco oxígeno que se dejaba sentir. Buscando algo de frescura me fui allegando hasta dar con el marco de una ventana. Los ojos se me cerraban. De la cena, nada de nada… ¿y Pablo?, bueno, él estaba de lo más bien, gracias. Hablaba y hablaba, dale que dale. No lo soporté más. Me apoyé en ese pequeño espacio abierto hacia el aire libre. Allí me dispuse a esperar lo que fuera: o me llevaba Morfeo (con ronquidos y pedos incluidos), o por fin el apóstol se dignaba a guardar silencio y nos daría el pase para empezar a comer. ¡Comer! ¡Sí, comer! Me tiritaban las rodillas. Me sudaban la frente y las manos. En un abrir y cerrar de ojos, no supe más. Se me apagó la tele. Se me cayó el sistema. Me fui a negro. Recuerdo que caía y caí en lo profundo de mi sueño. Mi cuerpo se estrelló en el suelo como saco de papas. Se produjo un ruido sordo y pesado. Hay quienes mueren atravesados por una espada, alcanzados por una lanza o sepultados bajo las piedras, pero a mí -aunque nadie me cree cuando lo cuento- a mí me mató un sermón. Y ni cuenta se habría dado Pablo de mi caída desde las alturas si no fuera por el grito de pánico de esa chica que hace días no me quitaba los ojos de encima. Gracias a ella el predicador calló. Bajaron todos. Rodearon mi cadáver. Unos oraban, otros lloraban y muchos, de puro impacto, no sabían qué hacer. ¿Y yo? Yo estaba en paz. Liviano y alegre corría por praderas verdes y hasta remojé mis callos en un río cristalino. En eso me lo encontré a Él, de golpe y porrazo. Lo reconocí por sus llagas en manos y pies. Me abrazó y bromeó conmigo, pero al instante -soplando sobre mi rostro- lo escuché decir: “Todavía no”. Al instante abrí los ojos. Ahí estaba Pablo. Nos miramos con asombro por largo rato sin decir nada. El silencio dio lugar a la dicha y empezó la fiesta y (¡por fin!) pasamos a comer. ¡Comer! ¡Sí, comer! Y bueno, Pablo aprovechó el momento y prolongó sus últimas palabras hasta el amanecer.

(Fuente: Hechos 20.7-12)

 

Comentarios

  1. Bono afirma que solo mediante el arte uno se puede comunicar con el Padre. Al leer tu fantasía bíblica puedo encarnar con mayor emoción la breve reseña bíblica sobre Eutico, llevándome a explorar su difícil vida de esclavo.

    ResponderBorrar

Publicar un comentario

Entradas más populares de este blog

Bilingüismo

Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son

Profana natividad

* “No lo niegues. Eres como yo. Se te nota”, afirmó Elizabeth. A Marianne, la joven haitiana recién llegada al equipo de limpieza, esas palabras la sorprendieron. “Ayer te vi haciéndolo”, continuó Elizabeth. “Tú ni cuenta te diste. Pensabas que estabas sola, que serías la última en retirarte. Encima dejaste la puerta semiabierta. Y yo justo pasé por allí. Entonces vi que la tenías en tus manos. Me quedé quieta, en silencio. Por la ternura de tus dedos al tocarla supe de inmediato que eso nacía de un corazón ardiente. Me gustó verte así. Me dije: ‘mañana le hablaré’. Más de alguna ocasión también lo hice por aquí mismo. Una vez lo intenté en un vagón del metro, pero alguien me advirtió que se veía como un acto de provocación. Entonces opté por el secreto. A solas. O en mi habitación o, a lo sumo, en los baños. Ayer te vi y te reconocí enseguida. Tú eres como yo”.   * Marianne dejó Puerto Príncipe hace pocos meses. Primero emigraron sus vecinas, luego sus primas y, por último, su

L (ele)

Se acostó como Álvaro. Y despertó como Avaro. Tratándose apenas de una sola letra, no le dio importancia. (¿Acaso no vivía en un país donde los nativos devoraban con impunidad ciertas letras? Había sido el caso de la ‘s’. Creció convencido que después del uno venía el do’ y a continuación el tre’. Total, así contaban papá y mamá y él aprendió los números en su casa). Pero con el paso de los días la ausencia de esa ‘l’ se hizo notar. Con ella se fue la liberalidad. Ya no quiso distribuir más sus bienes. Si no había recompensa por lo que daba, mejor que no contaran con él. Comenzó por ocultar su sonrisa, pues no había motivo para regalarla en la calle. Luego optó por escatimar el tiempo invertido con sus amigos (y, a corto andar, advirtió que su cantidad de compadres era un derroche que debía corregirse mediante la austeridad de los afectos). Acabó, por fin, reservando para sí lo que antes gastaba en su enamorada (miradas, caricias, besos y escucha). “¿Qué te pasa, cariño?”, le preguntó