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Puntería

Era difícil jugar a la pelota entre tanto cemento. Éramos niños chicos viviendo en antiguos edificios en el corazón del centro de Santiago. Escasez de verde, exceso de gris. Pese a todo, insistíamos en chutear el balón con inocencia. La cancha no podía ser peor: los márgenes estrechos de una calle con automóviles estacionados por ambos lados. Por eso pasaba lo que pasaba. Recuerdo un puntete que mandó rodando la pelota con la fuerza necesaria para voltear el balde de agua del vecino que lavaba su cacharro provocando su enojo (“Y a vos, mocoso, ¿quién te dijo que la calle era pa’ jugar a la pelota”?). O esa vez que en los mínimos pasillos del edificio donde vivíamos (un inolvidable sexto piso) me puse al arco para atajar un penal que iba a disparar mi hermano menor. No fue necesario atajar nada porque la pelota se elevó por las alturas hasta impactar la lámpara de vidrio que alumbraba el pasillo. El estallido nos asustó y mientras los cristales caían al suelo, corrimos a escondernos igual que un par de lauchas sorprendidas por un haz de luz. Otra muy fea fue aquella ocasión cuando recaímos en bajar a la calle y con nuestros gritos de gol molestamos a una señora que, atemorizada por nuestros doce años de vida, llamó a Carabineros. Llegó entonces un furgón policial. Descendieron cuatro funcionarios armados hasta los dientes. Nos rodearon y tuvimos que entregarles el objeto ilícito: una pelota de cuero. El veterano de la patrulla tuvo el tino suficiente para advertir que no éramos un peligro para la seguridad interior del Estado. Nos sugirió ir a una plazoleta que había a la vuelta, una que entre banquetas de cemento y un elegante enrejado metálico para proteger un par de plantas que nadie regaba, dejaba a nuestra disposición un espacio de dos por dos metros. Fuimos allá en obediencia al mandato de la autoridad. Las palomas que había cuando llegamos volaron espantadas, pero desde los cables del alumbrado público nos amenazaban con defecarnos las cabezas si en media hora no les devolvíamos el espacio. Comenzó el juego, al principio con timidez, pero luego la alegría de uno de los jugadores lo llevó a patear con energía esa pelota que hace sólo instantes estuvo a punto de ser decomisada. El pelotazo llegó directo una anciana que con esfuerzo estaba ya por regresar a su departamento. La abuela -adolorida y frustrada- retuvo el balón en sus manos y se nos acercó para darnos una reprimenda de aquellas. Lo mejor fue la defensa de mi compañero de equipo, un pitufo diminuto, pero vociferante: “Mire, señora, no entiendo por qué usté se enoja tanto. Sepa que mi abuelita sufre de los riñones y yo varias veces la he agarrado a pelotazos. ¿Y sabe qué? ¡Ella nunca me dice nada!”. Creo que ese fue el momento preciso cuando mi vocación futbolera quedó sepultada. Muerta por siempre. 

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