Ir al contenido principal

Tamar

No, eso no fue hacer el amor. Fue hacer justicia. Lo de esa última noche, a la berma del camino, no se compara al placer que sentí cuando me entregué a mi primer marido. Ni siquiera se le parece al desgarro parcial y calculado que sentí las veces cuando lo hacía con quien me casé por segunda vez. Sí, ese era un hombre tramposo, pero al menos con él podía acostarme sin ocultar mi identidad. En fin. La muerte me golpeó temprano. Algo habrá visto en ellos el Señor para que así, con misteriosa rapidez, yo enviudara todavía joven. Me dolió el regreso a la casa de mis padres. Quería amar, ser amada y también anhelaba criar. Estaba dispuesta a pactar por tercera vez, y lo afirmo con verdad, si no fuera porque Judá se me cruzó por delante negándome lo que me correspondía. Celó a su último hijo y lo apartó de mí como si fuera una bruja capaz de hechizos letales. Creyó el viejo que el tiempo borraría mis recuerdos. Pero tengo memoria. Admito que no esperé que fuera el cielo el que vengara mi afrenta. Yo misma fui a reivindicar mi nombre y mis sueños. Si él quería jugarme sucio, lo haría caer por su propio peso. Lo pensé y supe cómo golpearlo: su carne era débil y sus lealtades, cortas. Dejé entonces que me poseyera envuelta en velos y me tratara como a una cualquiera. Él fue sólo materia, un cuerpo en movimiento, alocado por la prisa, estallando entre complejos. En mi mente volé lejos de sus manos, de su saliva y su sudor. Lo mío no era pasión, era estratégico. Lo usaría para que él, sin saberlo, me diera lo que ninguno de sus hijos supo ni pudo darme. Lo logré. Mi vientre abultado fue sorpresa para todos, menos para mí. El embrión saltaba y en mi silenciosa soledad yo respondía sus invitaciones a crecer. “Judá, tu nuera se ha prostituido y, en una de sus andanzas, ha quedado embarazada”, fue la noticia que llegó a los oídos de mi suegro. Él, ignorando que era suya la criatura que me bailaba en el vientre, gritó con voz de juez incorruptible: “¡Que la saquen afuera y la quemen!” Frente a la pira de llamas vivas, repliqué que portaba conmigo un par de evidencias más certeras que una prueba de ADN. Judá lo admitió. Su sentencia final fue honesta: “Ella es más justa que yo”. Así, se alejó de mi vida, tal como antes sus tres hijos. Ni un hombre estuvo a mi lado cuando parí, sin lágrimas y con risas, a mis mellizos. Por favor, no sienta pena por mí. Estoy bien. De mi seno saldría, a la vuelta de la esquina, un Príncipe de Paz.

(Fuente: Génesis 38). 

Comentarios

  1. Ocultaste la identidad de la protagonista hasta lograr una exhalación de sorpresa. Bravo, maestro.

    ResponderBorrar
  2. Realmente, algo así debió sentir Tamar. Inteligente mujer.

    ResponderBorrar

Publicar un comentario

Entradas más populares de este blog

Bilingüismo

Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son

Profana natividad

* “No lo niegues. Eres como yo. Se te nota”, afirmó Elizabeth. A Marianne, la joven haitiana recién llegada al equipo de limpieza, esas palabras la sorprendieron. “Ayer te vi haciéndolo”, continuó Elizabeth. “Tú ni cuenta te diste. Pensabas que estabas sola, que serías la última en retirarte. Encima dejaste la puerta semiabierta. Y yo justo pasé por allí. Entonces vi que la tenías en tus manos. Me quedé quieta, en silencio. Por la ternura de tus dedos al tocarla supe de inmediato que eso nacía de un corazón ardiente. Me gustó verte así. Me dije: ‘mañana le hablaré’. Más de alguna ocasión también lo hice por aquí mismo. Una vez lo intenté en un vagón del metro, pero alguien me advirtió que se veía como un acto de provocación. Entonces opté por el secreto. A solas. O en mi habitación o, a lo sumo, en los baños. Ayer te vi y te reconocí enseguida. Tú eres como yo”.   * Marianne dejó Puerto Príncipe hace pocos meses. Primero emigraron sus vecinas, luego sus primas y, por último, su

L (ele)

Se acostó como Álvaro. Y despertó como Avaro. Tratándose apenas de una sola letra, no le dio importancia. (¿Acaso no vivía en un país donde los nativos devoraban con impunidad ciertas letras? Había sido el caso de la ‘s’. Creció convencido que después del uno venía el do’ y a continuación el tre’. Total, así contaban papá y mamá y él aprendió los números en su casa). Pero con el paso de los días la ausencia de esa ‘l’ se hizo notar. Con ella se fue la liberalidad. Ya no quiso distribuir más sus bienes. Si no había recompensa por lo que daba, mejor que no contaran con él. Comenzó por ocultar su sonrisa, pues no había motivo para regalarla en la calle. Luego optó por escatimar el tiempo invertido con sus amigos (y, a corto andar, advirtió que su cantidad de compadres era un derroche que debía corregirse mediante la austeridad de los afectos). Acabó, por fin, reservando para sí lo que antes gastaba en su enamorada (miradas, caricias, besos y escucha). “¿Qué te pasa, cariño?”, le preguntó